Articulistas Opinión

Gabina Alcántara

Gabina Alcántara

Chiqui Vicioso

Cuando transito por la Zona Colonial y barrios aledaños, pienso en los miles que me antecedieron. Es gente que nunca conocí, que nunca vi, que quizá pensaron lo mismo que yo al cruzar por estos edificios y estas callejuelas, o ni siquiera se fijaron. Será gente, que como a mi me pasa, ignorará en el futuro que yo pasé por ahí, que pasamos por ahí, por escalones inmutables, fachadas, e iglesias con la mismas campanadas. Es el tiempo, el implacable, el que nos permite pasar por él creyendo que en algo modificamos su ritmo y su dictamen.

Cuando camino por el Parque Independencia, miro la vieja casa de Toni Capellán, encima de Dumbo, hoy hotelito aunque la dueña insistía en que sería la casa de una hija que la esperaba para casarse. Cuando transito por la Pedro Henríquez Ureña cerca de la Máximo Gómez, pienso en Belkys Ramírez, y su árbol penetrando el balcón, su mayor alegría y orgullo. Los dueños también le exigieron que se mudara porque iban a vender el edificio, y ahí está igual, solo ella falta.

Cuando paso por la 27 de Febrero y doblo donde hace esquina con la Barahona, pienso en Gabina Alcántara, simplemente la madre de Miguel de Mena, o Miguelin, casa sede de las mejores tertulias literarias en su casa de tres pisos, y una azotea que es un cuadro de Chiche Cordero, con sus improvisadas instalaciones eléctricas, sus alambres para el tendido de la ropa, sus jardines en latas de salsa de tomate, una barriada donde habita uno de los intelectuales mas eruditos del país sobre la familia Henríquez Ureña, pero donde no hay agua corriente y hay que cargarla, la luz se va, y los vecinos bombardean a los habitantes con sus bachatas, merengues, amargue,reggaeton y dembow, y por suerte una música que nada tiene que ver con los rarísimos sonidos de la música de discotecas.

En esa barriada, perteneciente a San Carlos, habitaba una risueña mujer, que amaba sentarse en su pequeño jardín frontal a ver el mundo. Siempre, del otro lado de la verja jóvenes y niños se sentaban en la acera para aprovechar la sombra de sus trinitarias y el árbol de «orquideas de pobre».

Era una mujer pequeña, afable, que se sentía muy realizada en la vida, porque haciendo dulces había logrado educar a sus dos hijos y convertir al segundo en hijo adoptivo de la intelectualidad más rancia del pais, comenzando por Gatón Arce y terminando con los Ducodray, Frank Almanzar y Juan Bosch. Su satisfacción la rebosaba y endulzaba a quienes íbamos a verla como lo que era para todos y todas, una segunda madre.

Supe que se nos iba porque la última vez que la vi me dijo que Toni no había llegado aún, ni tampoco Belkis, y si ellos la estaban visitando ya me temía que pudieran invitarla a salir a pasear con ellos. Así lo hicieron y ahora ella se ha sumado a esa familia extendida que parece que abandona nuestras barriadas.