En la cultura oriental y durante siglos existía una forma de conservar el honor después de la muerte; era un privilegio solo para los nobles, se trataba del harakiri, que era una muerte física auto infligida, como desagravio después de haber cometido actos de corrupción, crimen o traición.
Esta cruel práctica fue abolida en 1873, aunque durante la II Guerra Mundial muchos oficiales japoneses recurrieron a esta práctica al perder batallas o para no caer prisioneros del enemigo.
Mientras otros, hasta años recientes se hicieron harakiri, incluyendo al escritor italiano Emilio Salgari, que se quitó la vida recurriendo a esta técnica en 1911.
También el escritor Yukio Mishima y uno de sus pupilos, en 1970, se hicieron un haraquiri semi público como protesta por la miseria moral y la degradación que suponía el haber abandonado las antiguas virtudes japonesas y haber adoptado el modo de vida occidental.
En política también se producen harakiri cuando por dádivas se abandonan los principios
O sea que todas estas muertes físicas se produjeron en rechazo al abandono de los principios, esa parte filosófica de nuestra vida que da un valor intrínseco al comportamiento y que contribuye al legado moral a nuestros descendientes.
Los principios son reglas o normas que orientan la acción de un ser humano. Se trata de normas de carácter general, máximamente universales.
El ocasiones, los principios se asumen como declaraciones propias de las personas o entidades, que apoyan su necesidad de desarrollo y felicidad, los principios son universales y se los puede apreciar en la mayoría de las doctrinas y religiones a lo largo de la historia de la humanidad.
Los principios contribuyen a la convivencia y cuando estos se abandonan, con qué cara miramos a nuestros hijos, amigos y familiares. No sería preferible hacerse un harakiri, aunque sea simbólico, que vivir con el lastre de la inmoralidad y el cuestionamiento de la sociedad.