POR: Luis Pérez Casanova
l.casanova@elnacional.com.do
Quién más que un escritor de la dimensión de Gabriel García Márquez se atrevía a proclamar, sin que lo lincharan, que había que simplificar la gramática antes que la gramática termine por simplificarnos; humanizar sus leyes; aprender lenguas indígenas, a las que tanto se debe lo mucho que tienen que enseñarnos y enriquecernos.
En la inauguración de un congreso internacional de lengua, en Zatecas, México, el Premio Nobel de Literatura dejó perplejo al auditorio con una propuesta que rompía los esquemas, pero que concatenaba con el estilo que había impreso en Cien Años de Soledad, una de las obras cumbres de las letras. La puntuación contrastaba con la tradición, pero reflejaba la manera de hablar de unos personajes tan pintorescos, que más bien parecían ser el fruto de su imaginación y no de la propiedad realidad.
A los 12 años de edad, cuando estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta, García Márquez aprendió el valor de la palabra cuando un cura que pasaba por el lugar le gritó ¡Cuidado! Toma el suceso como referencia para rechazar la socorrida afirmación de que una imagen vale más que mil palabras. “Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna”, apostilló. A pesar de su rica prosa y de su amplio vuelo decía estar seguro de que si lo sometían a un examen de gramática lo reprobaría “en toda línea”. En una entrevista con el periodista Joaquín Estefanía, el escritor latinoamericano más universal no dudó en admitir que sus obras pasan por la vista de correctores.
Lingüistas, académicos y escritores salieron al frente a la propuesta de García Márquez, quien subrayó que había que asimilar pronto y bien los neologismos técnicos y científicos “antes de que se nos infiltren sin digerir (como suele ocurrir)” y que se tenía que negociar de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario. Sugería devolver al subjuntivo presente el esplendor de las esdrújulas: “váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos”
. Advertía que la lengua española tenía que prepararse para un ciclo grande en un porvenir sin fronteras, porque se trata de un derecho histórico.
Ahora que se acaba de marchar, después de una fructífera producción literaria, de la que deja un rico legado que perdurará por los siglos de los siglos, nos queda también la reflexión sobre “Botella al mar para el dios de las palabras” de si es necesario simplificar la gramática y jubilar la ortografía para que el idioma cumpla de manera más eficaz con su función de comunicar con claridad y precisión. Y más personas se animen a recorrer el sendero de la escritura.

