Posiblemente, la publicidad dominicana no ha marcado un paso más eficiente en su discurso creativo debido a la apatía de una intelligentsia que la nutrió con vigor en los decenios sesenta y setenta del pasado siglo. La mayoría de sus componentes, entonces, no participaron de una integración orgánica, sino más bien fluctuante, sin aportar, salvo pocas excepciones, recursos enriquecedores para fundar una teoría sobre el discurso publicitario local o, en algún otro caso, para operar, desde una vertiente de ejercicio, una verdadera transformación en sus discursos.
Aquel modo de operación se limitó a una práctica profesional de la publicidad en tanto que división del trabajo capitalista, sin ejercer —como correspondía a la categoría social de trabajador cultural— una inmersión en el aparato teórico de la actividad.
Y ese fenómeno, del que muchos huyeron y desdeñaron, sin detenerse a otearlo ni estudiarlo, podría arrojar muchas respuestas sobre la conducta de no sólo el intelectual pequeño-burgués, sino, un poco más allá, de toda una generación que fue atrapada por un discurso dictatorial, primero, y luego y sucesivamente por una lucha romántica, por un golpe de estado, por una Guerra Patria y, por último, por un sistema de transiciones políticas, causantes de muchos traumas y frustraciones.
Pero de un mercado informativo de frases, de acuñamiento referenciales para excitar y alargar un mecanismo de persuasión al que no era preciso complementar en demasía, la publicidad de mediados de los sesenta y setenta del siglo pasado, apelaba a una conducta nacional a través de la reproducción de memorias individuales, pero mezcladoras de valores cualitativos.
¿Cómo se le podía pedir a esa intelligentsia que remitiera hacia el sótano de la conciencia todos sus valores culturales en provecho de un nuevo ordenamiento, desde lo social-nacional, hacia valores cuantitativos que han venido desplomándose hasta la fecha?
La gran oposición entre una superestructura ideológica que vertebraba el mundo desde un ordenamiento ético-cultural diferente al que establecía el mercadeo, y que concretaba al ente social o individuo como un fin de transferencia de bienes, no pudo ser dirigido por el grueso de esa intelligentsia, y sólo unos pocos pudieron insertarse y asimilarse a un ejercicio intelectual, procurando profesar —tras la comprensión del propio fenómeno— una actividad que, junto a la misma práctica, operara una teoría.
Pero, sería bueno aclararlo: ni en aquella ni en esta época, las cuales no han madurado como estadio, se pudo anular la interpretación de lo social-concreto, dando como resultado que, también, el grueso de esa intelligentsia siguiera produciendo objetos culturales para la categoría social a la que pertenecía, enriqueciendo la memoria cultural nacional con dicha producción.
Lo ambivalente, lejos de incrustarse en la conciencia de esa intelligentsia, se depuró a través de esa correspondencia kantiana que responde al nombre de “categoría de la relación” (Kant: Crítica de la razón pura, 1781). Y, posiblemente, tal cual se lee en la actualidad, ha habido ganancia para la publicidad en tanto discurso creativo y para la superestructura ideológica en tanto producción de objetos miméticos.