Opinión

La memoria

La memoria

La definición fisiológica determina que la memoria es un “proceso psicológico que sirve para almacenar información codificada, la cual podemos recuperar voluntaria o involuntariamente”, como explicita Soledad Ballesteros (1999). Pero, ¿es la memoria eso? Si es preciso atenerse al mecanismo orgánico, entonces sí, porque como en los modelos de la cibernética, la memoria se divide en una de corto plazo —u operativa— que se encarga de excitar la sinapsis y transferir la interacción con el medio ambiente al cerebro; y una de largo plazo, que es la memoria general, el gran archivo de la vida del ser humano, adonde van a acopiarse los conocimientos y sentimientos como el odio, la pena, el amor y las excusas y teatros que se dicen y montan para quedar bien con uno mismo y con los demás. La maravillosa memoria es registro, maleta y zafacón de todo lo aprendido y, gracias a ella, podemos redimir los errores y reconciliarnos con nuestra propia vida.

Esa es la memoria: un registro total de nuestra existencia y que, al utilizarla para repasar lo vivido, tememos a veces evocar, recordar y desenterrar aquellos pasajes desafortunados de los que nos arrepentimos haber vivido; y otras, para sacarlos a flote y perdonar a los demás y perdonarnos a nosotros mismos. En sus escritos autobiográficos, Walter Benjamín definió la memoria como “ese espacio que aparece al quebrarse la temporalidad lineal y abrirse el tiempo hacia todas las direcciones, haciendo confluir pasado, presente y futuro en un remolino en el que giran el antes y el después” (BENJAMIN, Alianza Editorial, 1996).

Y es por esto que en la mayoría de las llamadas memorias y autobiografías suelen evadirse los remolinos amargos que conducen a la recordación, saltando la sinapsis que lleva a la memoralidad y que, al exprimirlos, producen la catarsis, la evacuación del alma, la compunción que duele y atormenta.
De la memoria como evocación surgieron las historias contadas de padres a hijos y de éstos a nietos, evolucionando a través del pensamiento helénico, en donde los creadores de la historia la convirtieron en materia útil, como Heródoto de Halicarnaso, que se auxilió de ella y de los relatos contados por otros; como Tucídides, que viajó al lugar de los acontecimientos para reflexionar y desdoblar la información; como Jenofonte, que escribió apoyándose en sus recuerdos; o como los historiadores romanos Salustio, Tito Livio, Tácito y Cornelio Nepote, que a través de sus anales elaboraron relatos ajustados a sus memorias propias y ajenas, hasta arribar a Cicerón, y al San Agustín de “La ciudad de Dios”, donde el texto alcanzó profundas reflexiones teológicas y filosóficas.

El Nacional

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