De acuerdo a uno de esos barómetros políticos internacionales que en vez de medir la intensidad de las tempestades, mide complacidamente el bienestar colectivo, somos un pueblo que derrocha una ilimitada felicidad.
Vanuatu, un pueblo del Pacífico, cuya membresía desconoce en su mayoría el automóvil y apenas nada de las llamadas comodidades modernas, ocupó el año pasado el indisputado primer lugar.
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Ser feliz es sentirse bien como la gente es.
Una felicidad que tarda es como la eternidad ….
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De la sensacional noticia de que estamos invadidos de una felicidad ejemplar, que debería comenzar a pensarse seriamente si se la puede exportar, apenas se han enterado los muy limitados habitantes de El Hoyo de Chulín y de la Cañada de Gurabito.
En estos barrios, en cuyas aguas oscuras, como dijera el gran rapsoda en un canto de juventud, se avergüenzan de verse las estrellas, no se preguntó nada a la gente.
Los entrevistados, que tampoco incluyeron a nadie que estuviera por coger una yola, dijeron sentirse bien con lo que hay en cuanto a estabilidad política y seguridad ambiental, aunque en la pregunta no estuviera incluida la cuestión de Los Haitises ni la deforestación acelerada de la frontera.
Sólo Costa Rica, cuyo nombre ya va decidiendo algún rumor menos gris que el cielo de otoño en la estructura dinámica del sustantivo y en el verbo que es el nervio del habla, nos aventaja en el aprovechamiento sustancial de la felicidad, de acuerdo a esa no menos temeraria que extraña medición social. En realidad, la gente no es feliz porque no lo sabe. Y ese saber, ese darse cuenta, lo decide, sin dudas, todo.
¿Influye la plasticidad extensiva e intensiva de la gramática en el comportamiento humano, en su destino y en sus avatares?
No es imposible que así sea. Si no, fíjese cómo anda hoy Honduras después de enterarse los hondureños de que su país tiene dueños con nombres y apellidos, y ahora: con la bajura del uniforme a cuestas, como una maldición. ¿Y cómo anduvo Guatemala desde los años sesenta hasta los ochenta? Desangrándose como una horrible fruta de perdición.
La sugerencia es que en el futuro, para escoger el nombre de un territorio se medite mejor en sus implicaciones morfosintácticas, psicológicas y linguísticas en general.
La diferencia la puede hacer este conjunto de detalles que parece irrele4vante e inverosímil.
¿Qué dice la gente que es la felicidad?
La respuesta que se ofrezca a esa quemante interrogación decidirá diferentes factores de interpretación precisa.
Si como suele ocurrir, la felicidad viene a confundirse en la extraviada percepción colectiva, como un estado de bienestar material y la ausencia de reclamos de los llamados superfluos, (que también se conocen como ilusorios en Oriente) y que resultan en la mayoría de los que se estilan en la vida moderna, hay ahí un dilema poderoso a dilucidar.
Creer que ser feliz tenerlo todo es el inicio de una grave crisis de apegos y de temores.
Lo ideal, para ser justos es que antes de ejercer esas mediciones de cuestión tan abstracta, atmosférica y volátil, como es la que esas agencias alegres llaman la felicidad, es que a la gente se la encueste justo antes del recibo de las cuentas de agua, energía, teléfonos, gasto de colegio de los hijos, y el informe general de la crisis y de la economía, que y de los crecientes y desproporcionados impuestos, que mientras enflaquecen el bolsillo de los contribuyentes engrosan el gasto fijo de las élites mandantes, de gustos ahora cosmopolitas y que no excluyen a los grandes restaurantes donde se pagan cuentas in-cre-ibles y que, aunque se lo olvide, dejan un claro registro..
En ciertos lugares de la tierra donde se anda con más cuidado a la hora de pronunciar estos dones extraordinarios, se asume que quien tiene, sobre todo, una excesiva carga de intereses por delante es en realidad presa de ellos.
Y de eso precisamente se encuentra el mundo impregnado hasta la médula, como un error básico de muy difícil extracción, como la muela del juicio.
Invadidos por años de a mil hambreados ciudadanos por día y que hacen el rol de vecinos, bombardeados de drogas cuyas consecuencias horribles en hogares devastados no se pueden medir, manejados por políticas altamente discriminatorias, invadidos por los criterios de la usura a un grado en que hasta una operación trivial se convierte en operación bancaria, expuestos de manera periódica al arete arrebatador de los elementos, sin que haya una verdadera cultura de la prevención, sino todas políticas de emergencia y de último momento, campeones internacionales en corrupción, muy bien medida, registrada, cocida y adobada y nunca sancionada, estas líneas apenas visibles en el proceso trágico del devenir dominicano, impiden que se tome en serio un id eal de felicidad posiblemente registrada en los mejores restaurantes de la capital a los que se ha hecho gran aficionada la burocracia estatal.
Aunque al final, si es cierto que la verdad suele resplandecer se corre el riesgo de que lo haga sola, sin testigos o a un precio excesivo como el de los mejores cementerios.
Participarnos, sin anestesia, y sin esperarlo, que nos desborda la felicidad, puede tener un trasfondo cruel sobre todo si no hemos sido preparados para el disfrute de la emoción.
La felicidad no viene jamás unida a la satisfacción de los reclamos orgánicos en vista de que a éstos, atados a los sentidos, no termina por complacerlos nada ni nadie de manera definitiva.
Ser feliz es de alguna manera sentirse bien como la gente es, estar saludable física y mentalmente, gozar de e sa alta locura que es la nunca escogida perfecta lucidez.
La felicidad está donde no se la busca y no aparece para nada en aquellos lugares donde se la anda persiguiendo.