En cuanto al poder, no es como decían los chineros de antes: las agrias sí se pagan. Y cómo se pagan!
Casi siempre nos las venden a un precio superior al estipulado en el libreto original.
El culto a la personalidad es una de las recurrencias del super ego freudiano que pretende eternizar el histrionismo circense más o menos natural de los seres humanos.
Lo frecuenta con más adhesión y más pasión uno que otro primate de esos que ya no necesitan uniforme y asimismo, más de un presumido de los que suelen inflar los anillos de poder tradicionales.
El problema es que nadie adula de gratis y ahora cada quien que anda en política, con sus excepciones, quiere lo suyo, quiere guisar.
Ha tenido ese culto sus secuelas en la vida pública dominicana unos términos que van de lo patético a lo trágico.
Viene como esos medicamentos que se toman a la fuerza, (por ejemplo, el riesgo de caer en dictadura), con efectos secundarios.
Las dictablandas parece que también pasaron de moda o no han sido colocadas nuevamente en cartel.
Como cualquiera que esté medianamente enterado, esa modalidad de gobierno pretende no ser dictadura ni dictafloja ni nada que se parezca al uso de la fuerza como si el Estado lo gobernaran querubines o devotos de San Francisco de Asís o la gente ya no estuviera alimada y no sufriera sus consecuencias.
El culto es gratuito, salvo que merezca un jugoso presupuesto publicitario con cargo al alguna vez fuera llamado la vaca nacional, es decir, el Estado siempre protector de sus mejores hijos, aquellos que se pegan de la teta y no la sueltan ni con candela.
En lo político, su influencia ha sido devastadora pero nunca para quienes terminan regodeándose en las ¨mieles del poder.
Lo interesante de la inmensa mayoría de los políticos es la manera con que tratan los problemas nacionales:
Si yo voy al poder pongo todo en orden, no habrá ningún problema sin solución, el mundo entero se transformará y no habrá padecimientos quizás por siglos adelante.
Mientras estoy fuera, yo el salvador de la humanidad, el universo entero corre peligro de modo que elíjanme para evitar los cataclismos que se avecinan y los desastres que operan ya como perros hambrientos.
Ese mito, ese becerro de oro viviente, el hombre irrebatible y faraónico, adorado por generaciones, ha recorrido la historia fáctica dominicana como una fatalidad recurrente capaz, como casi todas las creencias destinistas, de disolver y de congregar.
Ha diseñado la idea, ilusoria, del ser predestinado, el imprescindible, el gran can que se ocupa de todo, lo sabe todo y, por supuesto, lo puede todo.
La sofisticación de los sistemas de escucha, de colecta de información y los engrosados presupuestos de seguridad han acercado bastante a los gobernantes y soberanos a la realidad del hermano mayor pero siempre habrá necesarias y comprensibles fisuras.
Por más que ha llovido con rayos y oportunas centellas desde la independencia hasta este momento ese pararrayos ilusorio se mantiene incólume, casi sin fisuras, empoderado de la situación para modificarla en provecho del grupo dominante.
Pertenece ciertamente a una herencia cultural, un modelo económico y otro de credenciales variadas.
Las divinidades paganas, tan humanas ellas, tan proyecciones de este ser para sí mismo extraño, siempre fueron abiertas a la diversidad.
Las deidades únicas han sido en cierta medida en el decurso de las civilizaciones el fundamento del autoritarismo y de la casi ausencia de debates y de pluralidad y de discusión y análisis que requiere el ser humano para compartir el horror vacui y las casi siempre escasas dosis de felicidad que acompañan su vida.
Los mejores sentimientos humanos, aunque no pertenecen en su universalidad exclusivamente a los humanos obran casi siempre tardíamente o con cojeras lamentables para desviar ese orden estricto de los esquemas autoritarios que siempre operarán como tentación.
No es posible materialmente que una sola persona se ocupe absolutamente de todo, como parecía suceder en la antigüedad con las monarquías en las que el rey era la ley, el Estado, el juez y el destino último de la gente.
La visión del hombre convertible, del hombre transformer es ideal en los pormenores de la ficción fílmica pero la realidad concreta se mueve con otros presupuestos.
No es posible un control perfecto de los demás como tampoco una plataforma irreemplazable, una personalidad por el tiempo intocable, un bloque de poder inabordable. Lo bueno del tiempo es que no se sienta a esperar a nadie.
Las leyes del cambio no se toman vacaciones ni en días feriados y hasta la semana santa la irrespetan olímpicamente pues si se tomaran un segundo apenas en parpadear el universo entero se iría a pique probablemente.
El culto a la personalidad del irremplazable y mantenible para siempre ahí, en el mismo bunker impenetrable de siempre, pero, el tiempo, la decadencia y la muerte tienen otras provechosas opiniones quiere poblar las creencias de la gente en seres que ahora resultan semidioses que luchan a brazos partidos para que todo el mundo mejore su condición económica, social, de libertades públicas, de felicidad, convención última que de tanto usarla se convirtió en prenda barata a la que ya nadie recurre como una ninfa impura que, desacreditada ya, convenció a todos de su pureza.
De manera oblicua, mientras más fantoche es el adorado, mientras más histriónicamente trágico, más culto se le rinde como publicidad inversa, de espaldas puramente, a lo que en realidad tenemos por delante casi siempre:
Y con ellos se han ido sus posturas y composturas, su arrogancia demencial, su falsa percepción de que el reinado no iba a tener fin como quien pudiera violar ni por un momento siquiera la severidad de las leyes naturales.

