La humanidad desde su origen ha estado circunscrita a un marco de comportamiento que podemos leer en la Santa Biblia (Éxodo 20: 1-17), y resumirlo en tres conceptos esenciales: respeto, amor y moralidad.
Ese decálogo que emana de la creencia religiosa, podríamos compararlo con la Constitución y las leyes proclamadas y promulgadas por el Estado y el Gobierno respectivamente.
En la actualidad lo que debería ser la regla es la excepción. Respetar y cumplir las leyes es algo que la mayoría desprecia; el amor al prójimo es una utopía y la moral y cívica ya no se imparte en la escuela.
Para corroborar lo expresado, podemos citar: el desorden en el tránsito vehicular; la violencia y criminalidad que existe en el ambiente; y el afán de lucro sin importar la forma. De ahí: la inseguridad ciudadana, el desamparo en que vive gran parte de la población y el incremento de la corrupción. Esas son solo pinceladas de la realidad presente.
Causa nostalgia recordar la época en la cual el vecino podía corregirnos con la misma autoridad que lo haría nuestro padre. La obediencia y vocación servicio que caracterizaba a niños y adultos y, el rigor con que nuestros padres nos requerían rendir cuentas sobre lo más mínimo que lleváramos a la casa.
Esos valores han menguado notablemente. Hoy día, a muchos padres les interesa más el ritmo social y la nombradía, que la importante labor de educar en valores y, ser ejemplos de honestidad y decoro para su familia y la ciudadanía.
Retomar la modalidad de tiempos pasados para criar a nuestros hijos, sin sacrificar las ventajas de la tecnología y la modernidad, sería una iniciativa maravillosa; toda vez que, las nuevas generaciones estarían más inclinadas a ser ciudadanos de un correcto accionar cívico y moral.
El hogar, la escuela y el Estado están en la obligación de cumplir con el rol que les corresponde, a fin de que podamos disfrutar de una sociedad más segura, justa y participativa.