El día se curva de voces cada vez más tenues, regidas por un horizonte rígido y flexible que parece contemplarte, breve y acaso disminuido o talvez insigne como irrelevante en el vientre pluvial de la dulce y rígida arboleda del parque nacional.
Te acercas caminando, torturado y gozoso, con la pena de los caminantes, con este ejercicio de un masoquismo que un día habrá de resultar plausible, a esas metas inciertas que son todas, al sobrio pajón que el llano mantiene erguido en su altiplanicie todopoderosa.
Parece que sientes sin sentir desde esta tierra reseca y lejana, húmeda y soberana, ajena, una explosión estelar recién descubierta por algún sabio sin emblemas ni cicatrices en la palabra ciencia.
Esa es la impresión que mana de la herbácea que luce recatada y sola entre la multitud de sus hermanas.
Antes de estas impropiedades observacionales, dignas de un agotamiento respetable, si es que no vas sobre el lomo de un borrico entristecido y resignado, te has detenido a contemplar el limón de vaca que las rumiantes no llegarán jamás a sospechar como suyo.
Compruebas que ciertamente es un limón como otro cualquiera, salvo que cada criatura sobre la tierra ejercita una particularidad y una característica digna de ese misterio inmenso que es la variedad de todo lo que hay.
José Díaz, hijo adoptivo de estas latitudes en ocasiones intolerables en el cansancio despótico, echa adelante su recua de excursionistas como una breve deidad castigada al ejercicio del mito, en compañía de Luis Manuel Pucheu, Juan Marchena, Nurky Duvergé, Anny González, Rocío Cruz, Melissa Baldera, José Miguel Guzmán, Juan Santana, Juan José Peralta, Angel Suriel, Ramón Martínez, Sor Carmen Núñez, Junior Contreras, Angel Ruiz, Guarionex Batista, Wilson Arcángel, Martín Quezada, los guías José Serrata, Vinicio Abad Manuel Peralta, Giovanny Peralta y José Serrata.
Le fue rendido un homenaje a través de una aplaudida obra teatral a los asesinados Amín Abel Hasbún y Jhon Lenon. Ambos dialogaron sobre el pasado y la actualidad a través de Díaz y Pucheu.
Va justo sobre la ruta del sendero que conduce al pico Duarte.
El pomar temeroso se mantiene como a escondidas sin asomarse siquiera a un peligro que de hipotético puede trasmutarse y descodificar los signos indescifrables de la muerte.
No hay nada que necesite tantas previsiones para tan poco tiempo relativo en que a la tierra le resta de habitable y de confortable.
Crece el pomo encantador junto a las corrientes que ejercen la riada, que suelen enloquecer cuando las desbordan las tormentas veraniegas como si se conflagraran todos los universos de un orbe incógnito y fascinante.
El bosque húmedo suele parir una implacable red de helechos de tonalidades infinitas e insólita resistencia climática.
El helecho camarón es uno de ellos.
El fuego, que no respeta ni a su desconocida e ilustre madre, acaso una centella de ojos monstruosos, no se atreve con el duro helecho de sabana, que se burla de esa ferocidad cruel e invasiva y que no lo conmueve ni lo agota.
Se extiende triunfante en la vertical como si suplicara el último golpe de rocío sobre sus sienes distraídas y yertas.
Flora y fauna ejercen una simbiosis caótica, que parece sentirse caótica. Y dispersa.
Es este el mundo pluvial, claro en ocasiones, de las rutilantes arbustivas, dueñas de toda circunstancia verde, en el olor sereno de todos los olores inasibles que derivan de este público firmamento de hojas, de gorjeos de pájaros casi invisibles, de nubes que se atreven.
Bejuco de tabaco, de flores traslúcidas en medio del llanto que dejó la madrugada, cadillo de arroyo, rompecaraguey, palmendro, pringamosa, son algunas de las habitantes permanentes de este vuelo en el tiempo que el tiempo, sin desprecio, ignora.
Y a lo mejor lo sabe todo y prefiere callar.
Un bosque sin cadillos es una luna de la que ha huido la noche, un absurdo digno de no ser soñado por nadie.
Los hay de una belleza floral, hijos del dios arroyo, con terminaciones que no necesitan envidiar la luminiscencia de una lluvia de estrellas en una madrugada de verano.
Por cierto, sólo una especie que recién- y para su mal en ocasiones- estrenó el estado de conciencia.
No hay que abundar en especificaciones ya que ésta condición le ha atraído tantas dificultades al arrogante Homo sapiens como asimismo gloriosas vaguedades que no tarda en celebrara con grandeza patética a cada momento.
Hasta se ha auto erigido monumentos pero no se atreve a olvidar que existe la muerte y el desprecio de la muerte por esas tontas alucinaciones que son la carroña de lo que queda de sus muchas orgías pedestres, algunas hasta insinceras.
Se dejan ver también las cocarias o begonia domingensis, endémica, montañosa, bella, variada en su complexión fragante, de flores delicadas de un rojo cálido.
Sin las bromeliáceas conocidas como tinajitas en razón de su preventiva acumulación de líquido, de donde beben algunos aprovechados animalejos otoñales, se extiende en el enorme jardín cordillerano erizado de epífitas que se hacen comunes a todo lo ancho y prolongado del sendero.
Este olimpo crucial de todo andariego que se cree autorizado a lo que sea te muestra en su regia figura de hojas tan sobrias como raras al escobón, un arbusto que parece la consagración final del espectáculo.
Sus florecillas no son menos preciosas que una noche de otoño en que salen a pasearse juntas las espérides floridas del jardín de la esperanza.
Después te encuentras con el guaraguao que carece de la facultad de resultar temible ya que se trata de un modesto arbolito cuya madera es descrita como dura y fuerte y cuyos granos semejan la emergencia roja y amarilla del regio cafetal.
Este es el fijo retorno, la fijación solar, la infancia adulta del parque nacional, esa continuidad vertiginosa que se adentra en sí misma, que se rehace desdiciéndose, que vive muriendo para mantenerse en el corazón dividido y unánime de los acontecimientos.
Esas criaturas de maravilla deciden una vegetación celeste y cierta, elevada y cercana en la armonía jubilosa del pinar dominante.
Pinar que se parece en todo al mismo orgullo que no se anda con modestias a la hora de reinar sobre todo lo que haya erguido en estos contornos en que lo puro es hogar, constelación, claridad y noche tan densa y aún mas abarcadora que voz que designa la palabra densidad.
No hay y talvez no habrá nunca suficiente espacio para reunir todos los factores de gloria y de esplendor de este reino que sabe regirse por sí mismo desde su más profunda plenitud, desde sus más recónditos códigos fijos y acaso alternos.

