El embarazo prematuro de nuestras niñas es un flagelo que se propaga cual pandemia. Solo que sus efectos inmediatos no son tan mortales como los del Covid-19. Pero eso sí… muy destructivos social y moralmente.
Las estadísticas revelan la enorme cantidad de niñas menores de quince años que paren cada año.
Esa información pudiéramos decir que es sesgada, debido a que, las cifras son recopiladas mayormente en hospitales públicos.
Las consecuencias de esta realidad se manifiestan de manera inmediata en el impacto al proceso evolutivo de las parturientas. Empieza por la interrupción de sus estudios, la alteración de su estabilidad emocional y el trauma familiar; casi siempre se trata de una familia monoparental.
Los daños primarios antes señalados, son sólo un preludio de los inconvenientes que prosiguen, veamos: la manutención y cuidado del niño o la niña, su educación, el ambiente en el que crecerá y, la reorientación en la vida de esa madre adolescente. La ausencia de respuestas apropiadas a esas y otras calamidades que se agregan, es una de las canteras de azotes sociales como: el narcotráfico, la prostitución, la delincuencia, la criminalidad y otras desgracias que hoy padecemos. Esos son los daños sociales y morales que citamos al comienzo de estas líneas.
La necesidad de enfrentar este infortunio nos convoca a todos. Al Gobierno como órgano ejecutor del Estado, que tiene la obligación de propiciar un marco legal, económico y social, efectivo y eficaz, tendente a salvaguardar y preservar la integridad física y moral de nuestras adolescentes.
La sociedad, por su parte, está en el deber de colaborar activamente con todas las iniciativas que propendan a reducir a su más mínima expresión la ocurrencia de estos casos. La jornada debe empezar hoy en el hogar, no importa lo humilde que este sea. Para el decoro y las buenas costumbres siempre hay posibilidad.
Ojalá podamos concurrir todos a esa convocatoria.