Por Eloy Alberto Tejera
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La tarde era fresca en La Habana y la brisa retozaba en el pelo crespo del poeta Pedro Mir, quien recordó que tenía que someter a un corte su pelambre caribeña. Sintió un aire de felicidad cuando pensó que en escasos minutos estaría sentado en un mullido sillón de barbero, frente a un espejo, y que mientras la tijera aterrizara en su cabeza podría repasar algunos de los poemas que había escrito recientemente. El sonido de la tijera, el olor penetrante a talco y la espuma con que blanqueaban pómulos a hombres de pelo en pecho, le habían atraído desde niño.
Entró a la barbería con el silencio y la parsimonia con que se conducen los dandys. Miró al barbero, quien en ese momento se encontraba solo, y como a la expectativa de esperar al primer cliente.
El barbero, como de costumbre, con su movimiento instintivo le miró la cabeza. El poeta, en cambio, esperó la palabra mágica: “siéntese”. Esta nunca surgió. El poeta Pedro sintió el gesto desagrado. Vio cómo el barbero hacía una mueca y cómo mientras continuaba leyendo el periódico.
-Yo no recorto ese tipo de pelo, dijo con insolencia el fígaro habanero.
El noble escribidor sintió que le daban un golpe en el pecho. Se quedó sin aire. Y lo más terrible, para un aeda de su calibre, se quedó sin palabras. Por el gesto que hizo el barbero, sintió la necesidad de aquel pequeño espacio.
Al salir sintió la tarde más pesada y que el viento ya había dejado de acariciar a los árboles, y cuando se pasó de nuevo la mano por su pelo, lo sintió más duro y más crespo de la cuenta. Sintió el deseo de tener en ese instante la caballera de un John Keats, por ejemplo.
El episodio no lo dejó dormir esa noche, tuvo pesadillas, se soñó que su pelo crecía y crecía y que finalmente la pelambre terminaba ahogándole mientras un barbero blanco con ojos siniestros y tijeras en mano, le decía:
-No recorto ese tipo de pelo.
Sus amigos le explicaron más tarde que eso tenía que ver con una palabra que no había incorporado a su vocabulario artístico: patria, pateada adolescente: racismo. También le hablaron de cosas desconocidas y en la que no había reparado: que existía el pelo bueno y también el afro (pelo malo).
Años más tarde, el poeta que luego volvería a La Habana, más viejo, más extenuado, y con la nombradía ganada por “Hay un país en el mundo”, pero siempre pensando en poemas que había escrito el día anterior.
Divisó una peluquería. Su corazón, ya mezcla de anciano y niño, tembló ante el recuerdo lejano. Pero tenía necesidad de podar la testa, por lo que entró. El barbero, en esta ocasión, también lo miró de arriba abajo, y de mira instintiva recorrió su cabeza, pero le dijo, siéntese.
Entonces el barbero empezó a comentar sobre la pronunciada calvicie del vate Pedro Mir mientras trabajaba en la cabeza de éste. Cuando el poeta salió a la calle sintió nostalgia por la amplia mata de pelo que en el pasado tenía y escuchó cuando un parlanchín habanero le decía a otro: “negros y blancos tendrán que cortar caña por el bien de la revolución y del barbudo”.
El autor es periodista y escritor.