El Gobierno se ha propuesto convertir el caótico transporte público de pasajeros en un sistema eficiente operado por empresas organizadas que se constituirían a partir de los restrojos de una anarquía patrocinada por seudogrupos sindicales que ahora pretenden convertir esa iniciativa en una piñata de carroñeros.
Para evitar enfado de mentados dueños del país, las autoridades obviaron cumplir con requisitos jurídicos sobre licitación de las diferentes rutas, al aplicar el principio del derecho adquirido, pero tal parece que ante esos señalados líderes del transporte no hay forma de satisfacer desmedidas ambiciones.
Los primeros dos corredores de transporte colectivo de pasajeros, de las avenidas Winston Churchill y Abraham Lincoln, fueron instalados sin mayores inconvenientes, aunque uno de sus operadores reclama incrementar el precio del pasaje, que ya había sido duplicado o que el Gobierno aumente el incentivo que otorga.
El corredor de la avenida Charles de Gaulle ha servido para desvelar primigenios comportamientos de gente acostumbrada a ejercer violencia y promover caos como método de chantaje para obligar a que se les entregue santo y limosna.
Uno de los empresarios del transporte, cuyos intereses se confrontan de manera violenta con otros competidores del mercado, llegó a decir que tuvo que firmar un contrato con el Gobierno sobre control y operación de rutas para evitar “un derramamiento de sangre”.
Nadie en el Gobierno ni en ese sector anárquico que controla el transporte colectivo de pasajeros ha expresado el menor interés en colocar el derecho de la ciudadanía a acceder a un servicio público eficiente, seguro y estable, porque al parecer los bolsillos de unos y los intereses políticos de otros son los que han prevalecido.
El colmo ha sido la afirmación atribuida al ministro de la Presidencia, Lisandro Macarrulla, quien habría advertido que la estatal Oficina Metropolitana del Transporte (OMSA), tendría que operar en las mismas condiciones que las rutas que cubren empresarios tintados de sindicalistas.
Es claro que lo que ocurre con la supuesta modernización o transformación del sistema de transporte de pasajeros se reduce a una fiesta de piñata, en la cual el mejor garrote obtiene más caramelos, en tanto que la empresa pública garantista de un derecho constitucional, ha sido condenada a morirse en medio del jolgorio de una anarquía de conveniencia.