La situación lastimosa en que ha devenido el Partido Revolucionario Dominicano aflige de manera particular por toda la carga histórica que lleva consigo esa organización política. No es posible, si se pretende ser objetivo, desdeñar los innegables aportes que ese partido ha realizado al proceso democrático, aun precario, de este país.
Sus orígenes, vinculados de manera indisoluble a las luchas contra la satrapía trujillista, en aquel exilio feroz en que las distancias físicas no garantizaban escapar de las garras de la fiera.
Su protagonismo en los primeros pasos de la instauración democrática tras la eliminación física del verdugo. Aquel portentoso aporte de un primer presidente de la estatura de Bosch. Su participación decisiva en la revolución de abril de 1965, en interés de restaurar el gobierno y su derrocado primer mandatario.
Su oposición sistemática a los desmanes de los doce años de Joaquín Balaguer, esa continuación mal disimulada del oprobio, por la que tanta sangre, luto y dolor hubo de padecerse. Su rol en el período de la transición de 1978, cuando la consigna del cambio que él encarnaba se convirtió en sentimiento nacional.
Por encima de eso, haber sido refugio de esperanzas e ilusiones de las clases sociales desamparadas por este sistema, simbolizadas en la dimensión de un líder como José Francisco Peña Gómez, destinatario primero y último de los absurdos prejuicios de sectores que consideran que en ellos se resume la identidad nacional.
Es cierto que su dirección histórica no puede eludir una cuota de responsabilidad en su constante desconexión con los motivos fundacionales de una organización surgida para ser voz de quienes carecen de representación en los centros donde surgen las decisiones que provocan en ellos las peores consecuencias. En fin, la más trascendente expresión partidaria de los pobres de esta tierra.
Pese a tantos reveses, dentro de las características que se han apoderado del sistema partidario criollo, aún se preservaban ciertos valores de los que sustentaban ese partido y que permitían suponer que algún día los principios podían retomarse.
Hasta que la debacle definitiva llegó con etiqueta: Miguel Vargas Maldonado. Personaje modélico de intentarse definir a quien jamás debió dirigir al PRD. Comerciante en el mayor sentido pecuniario. Tan hábil, que acaba de ratificar una exitosa gestión de negocios: Convertir al PRD en la más lucrativa mercancía, ante la cual, sus anteriores empresas se quedan cortas. Ha consumado el más atroz crimen político de la historia.