En República Dominicana todavía se espera con timidez lo que en otros países es una realidad incuestionable: la copia privada. No se trata de un lujo ni de un invento burocrático, sino de un derecho humano vinculado a la creación artística, pues reconoce que la creatividad tiene un valor económico y social que debe ser retribuido a quienes la generan.
La copia privada, implementada en naciones como España, Francia o Uruguay, no solo se traduce en una fuente económica para los artistas; es también una forma de pensión cultural, un ingreso justo que llega cuando ya no se pisa un escenario, cuando la voz se apaga o cuando las manos que escribieron versos o ejecutaron notas no tienen la misma fuerza de antes.
Es, en definitiva, un mecanismo de dignidad.
Constituye una excepción dentro del régimen de derechos exclusivos de los autores, permitiendo a los individuos acceder y disfrutar de obras culturales en el ámbito estrictamente personal y sin fines de lucro.
Este mecanismo reconoce la necesidad de equilibrar los intereses de los creadores con los de la sociedad, garantizando que el acceso a la cultura pueda coexistir con la protección de la propiedad intelectual.
Toda explotación con fines económicos sigue estando regulada por las leyes de derecho de autor y exige la obtención de licencias o permisos correspondientes. De lo contrario, se incurre en una vulneración de los derechos patrimoniales de los artistas y productores, debilitando el ecosistema creativo que sustenta a la industria cultural.
Uruguay es un ejemplo tangible. Allí los creadores reciben compensaciones por las reproducciones de sus obras en dispositivos electrónicos, fondos que luego se distribuyen a través de las sociedades de gestión.
El sistema reconoce que todos consumimos cultura y que el uso de la tecnología para copiar música, libros o películas debe tener una contraparte económica para quienes producen el contenido.
En República Dominicana, mientras tanto, seguimos viendo a artistas veteranos morir en la precariedad, dependientes de la caridad pública o de un concierto benéfico de última hora.
Es una contradicción dolorosa que los mismos que llenaron estadios y acompañaron generaciones enteras no tengan garantizado un ingreso mínimo cuando la edad o la enfermedad les impide seguir trabajando.
La copia privada podría cambiar esa realidad, al aplicar un mecanismo de compensación justa a la industria tecnológica y a quienes lucran con los dispositivos que permiten copiar, almacenar o reproducir obras creativas. En otras palabras: que quienes se benefician de la cultura asuman también la responsabilidad de sostenerla.
Urge que República Dominicana abra este debate con seriedad y sin prejuicios. Porque la cultura no es un adorno, es un patrimonio vivo que necesita un modelo de sostenibilidad.
Implementar la copia privada sería dar un paso hacia un país que respeta y protege a sus creadores, asegurando que su talento no muera en el olvido ni en la miseria.
El artista dominicano merece más que aplausos pasajeros, merece un sistema que reconozca que la creatividad es trabajo, y como todo trabajo, debe ser remunerado.