Qué nos queda a nosotros, los arrinconados por políticos que se creen dioses y han quebrado los preceptos morales alcanzados a lo largo de milenios? Porque así como apuntaba Kant de que «es imposible demostrar la existencia de Dios con razones teóricas y lógico-matemáticas», tampoco es imposible desechar el concepto de que la moral —la única fuerza abstracta que sostiene la quimera de un mundo de amor—, fue arrinconada en el pasado siglo por dos monstruosas guerras e inútiles luchas ideológicas, que catapultaron la historia hacia nuevos tipos de explotación del hombre por el hombre.
Algunos politólogos y petulantes dirán que ahora gozamos de una delirante economía de mercado, de teléfonos móviles, de juegos alienantes como el pokémon go, de bachatas de amargue, merengues urbanos, ron barato y cerveza, que nos han impulsado a gastar excesivamente, sepultando las tristezas y provocando éxtasis pasajeros.
Y por eso, tal vez por eso, estemos llegando al extremismo kantiano de gritar que «debemos cumplir la ley moral aunque se hunda el cielo sobre nuestras cabezas», para así desafiar —con las armas a nuestro alcance— a los forjadores de los dictámenes medalaganarios que nos excluyen, azotan y oprimen.
Mientras tanto, aún nos quedan las lágrimas, porque a través de ellas vertemos los dolores y purificamos los consuelos, permitiéndonos extraer las angustias profundas, las agitaciones para trocarlas en pócimas; aún guardamos en los recovecos fisiológicos esas maravillosas perlas líquidas, y a través de ellas recobrar las disipadas memorias, auspiciando las visiones del mañana.
Sí, nuestras lágrimas han desarmado las penas históricas; han logrado la calma, abriendo nostalgias y sensaciones de ilusión y espera. Nuestras lágrimas han esparcido en el viento —como cascadas— consuelos y anhelos. Nuestras lágrimas han aminorado las furias cuando los simuladores y trepadores nos pisotean y acorralan, porque son gacelas etéreas y redimen y provocan los estadios melancólicos del alma.
Nuestras lágrimas han enjuagado las ofensas nacionales sufridas por intervenciones extranjeras, por dictaduras y agravios constitucionales, por robos indecentes a las arcas del país, por devastaciones y ultrajes, esfumándolos para convertirnos en adalides de la paciencia, de la espera y, desde las humillaciones sufridas, aguardar un mañana de sol.
Al llorar los desconsuelos, nuestras lágrimas brotan como riachuelos de savia y al manar no nos pertenecen, se convierten en penas y consuelos para alimentar la historia, conduciéndonos hacia el perdón, hacia el hallazgo de los gritos, hacia el sueño de las quimeras aladas, hacia el temblor donde nace la pasión. Al llorar —como enunció Voltaire— “las lágrimas fluyen para excitarnos a la compasión”.
Por eso, los canallas que nos hunden en la desesperación con sus proclamas elitistas y fantasías esculpidas sobre documentos demagógicos; con sus retorcidos complots para arrinconarnos, extender los mandatos y esconder sus acciones en un congreso de lambones, deben tener presente que hasta las lágrimas se secan y agotan, y será entonces que las convertiremos en una redención de amor compartido, porque nuestras lágrimas, ¡al fin!, nos llevarán hacia los sueños perdidos.