Rafael Ciprián
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Jesucristo con nosotros
La figura de Jesucristo, el Nazareno, es tan grande que sobre ella se han pronunciado los cerebros mejor amueblados de la Humanidad. Y no es para menos. Él rompió todos los parámetros. Hasta dividió la Historia en un antes y un después de su existencia. Lo que hizo y dijo sirve para todo y para todos. Con sobrado acierto se ha dicho, en un ejercicio prodigioso de la racionalidad y la razonabilidad, que si Jesucristo no fue Dios, o el hijo de Dios, o el Espíritu Santo, o los tres personajes en uno y al mismo tiempo, mereció serlo.
Muchos jerarcas de la Iglesia Católica e intelectuales con alma de monaguillos se han esforzado por presentar la imagen de Jesucristo como un bonachón, como un tipo que es incapaz de una rabieta. Lo santifican tanto que lo despojan del aliento de vida. Con eso lo despersonalizan. Lo alejan del objetivo que siempre tuvo: estar cerca de la gente sencilla, pobre, humilde, maltratada, abandonada y necesitada.
Esa acción contra la verdadera naturaleza de Jesucristo no es inocente. No se hace ni por error ni por bondad ni por convicciones sanas. Se hace por perversidad y arrogancia. Se busca alejarlo de los que más lo necesitan. Tienen miedo de que las mayorías, esas masas irredentas que esperan siempre al mesías que no llega, lo materialicen en una coyuntura histórica trascendente. Por eso los manipuladores de la imagen de Jesucristo se desvelan tergiversando sus enseñanzas y desdoblando sus acciones. Así lo secuestran y lo convierten en una propiedad privada.
Todos sabemos que el titular de la propiedad tiene facultades legales y morales, aunque no siempre éticas, para disponer plenamente de la cosa sobre la cual recae su derecho. Por tanto, como propietario decide, en el más amplio sentido del término, sobre el objeto que le es propio. Puede mostrarlo, venderlo, cederlo, modificarlo y hasta destruirlo. Y si Jesucristo se convierte en un objeto propiedad de alguien, ese dueño puede determinar la suerte de su imagen.
Por fortuna, la imagen de Jesucristo fue, es y seguirá siendo la de un rebelde, agitador, inconforme, transformador, soñador. En fin, un idealista que puso su pellejo para probar las verdades en las cuales él creyó. Y pagó el precio. Ningún ejemplo es superior al que da el que se sacrifica por servir a los demás.
Cuando Jesucristo discutió con los sacerdotes, a los doce años de edad, o cuando dictó el sermón de la montaña o cuando se insurreccionó en el templo contra los mercaderes de siempre o cuando sufrió crucificado en la altura del madero y manifestó su vocación de perdón para sus torturadores y asesinos, se irguió como Dios y como hombre completo. Iluminó al mundo con su gesto y sus palabras.
Hoy tenemos, seguro que aterrorizado, al que andaba libre y con sandalias por los desiertos del mundo, como un prisionero de sectas. Pero Jesucristo está con nosotros para recordarnos en todo momento que el que no vive para servir, no sirve para vivir.
