En un país con grandes debilidades institucionales, como la República Dominicana, no sorprende que se produzcan reclamaciones post-electorales a lo largo y ancho de la geografía nacional. Muchos candidatos fundamentan sus protestas en datos irrefutables y merecen ser escuchados por las autoridades correspondientes para que se tomen los correctivos de lugar. No importa el tiempo que conlleve la investigación.
Lo ideal es que se corrijan todas las irregularidades comprobadas y finalmente, por el bien de la democracia, se proclamen a los verdaderos ganadores, en un proceso en el que es normal que unos ganen y otros pierdan. Pero tanto los ganadores como los supuestos perdedores merecen respeto, por lo que desapruebo expresiones despectivas hacia aquellos que alegan fraude en su contra.
Peyorativamente se habla del “derecho al pataleo” y también de “la pancada del ahogado”, sin previamente detenerse, en algunos casos, a conocer los alegatos del que protesta. Tenemos una ley electoral. Y con mucha propiedad dijo William Pitt: “Donde la ley acaba, comienza la tiranía”. Permitamos que cada candidato ejerza su derecho.
Lo que jamás se puede apoyar es que determinados candidatos a puestos electivos canalicen sus protestas mediante la violencia, porque donde hay fuerza de hecho, se pierde cualquier derecho. La población dominicana quiere transparencia, pero también quiere paz. Nadie tiene derecho, independientemente de afiliación partidaria, a alterar el orden público.
Una vez conocidas todas las impugnaciones y revisiones de lugar, dando la razón a quien la tenga, el país tiene que recobrar su normalidad, porque los intereses de ningún candidato ni de ningún partido político están por encima del sosiego y la tranquilidad nacional.
“No aticéis el fuego con una espada”, dijo Pitágoras. La responsabilidad y la prudencia son características que deberían de adornar a los líderes nacionales. Después de cada proceso eleccionario, una vez reconocidos los verdaderos ganadores, lo que procede es sacar lecciones de los resultados.