Opinión

Rosseau y el Congreso

Rosseau y  el Congreso

POR: Chiqui Vicioso
luisavicioso21@gmail.com

 

Primero fue el intento por el Senado de aceptar la propuesta de Díaz Rúa y suprimir el párrafo III del Art. 85 del Código Penal, el cual permite que cualquier persona se constituya en querellante frente a actos poco éticos cometidos por funcionarios públicos, en el ejercicio de sus funciones.

Después, fue la prohibición de la explotación de Loma de Miranda, por el Senado que luego los Diputados cuestionan para impedir, en el dime y direte, que realmente se llegue a una declaración de la Loma como parque nacional. Es un viejo truco que valida aquello de que lo perfecto es enemigo de lo bueno.

Ambas actuaciones indican que a la mayoría de los y las congresistas se le ha olvidado que son la máxima representación de la democracia, tipo de gobierno donde “el pueblo gobierna a través de delegados elegidos para que integren los diversos órganos que ejercen atributos de autoridad”.

Gobierno donde existe, entre otras, la libertad de expresión, y organismos para garantizar que las políticas públicas dependan de los votos y de la expresión de las preferencias ciudadanas.

Dice Locke que la soberanía popular permanece suspendida en tanto los gobernantes respeten los términos de su contrato con la ciudadanía, pero Jean jaques Rousseau, autor del Contrato Social, dice que si el pueblo está representado son sus representantes quienes detentan el poder, en cuyo caso ya no es soberano. Y advierte: “Renunciar a la soberanía es renunciar a la libertad, es decir, destruirse a sí mismo. Del momento en que el pueblo elige representantes se vuelve esclavo…”. Cualquier representación equivale a una abdicación.

Dice Rousseau: Es del pueblo de donde proceden el poder público y las leyes. Gobernantes, y agentes ejecutores, deben ceñirse a los fines determinados por la voluntad general. El mandato representativo pierde cualquier legitimidad desde el momento en que sus fines no corresponden a la voluntad general”.

Hoy padecemos una crisis de representación y un déficit democrático. El representante encuentra en su elección la justificación que le permite actuar, no tanto por la voluntad de quienes lo eligieron sino según la suya propia y la clase política “forma una oligarquía de profesionales que defienden sus propios intereses”.

Además, el estado de derecho no corrige esta situación porque descansa sobre un conjunto de reglas y procedimientos formales donde los valores están excluidos, y se limitan a hacer lo que sea legal, es decir lo que esté conforme a la Constitución, reduciendo la legitimidad a la legalidad.

Esta concepción legalista invita a respetar las leyes por ellas mismas, como si fueran un fin en si, sin que la voluntad popular pueda (ya hablaremos de Chavez) modificarla en función del bien común.

El Nacional

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