Afortunadamente, Santo Domingo y Santiago aún se encuentran en procesos y retro procesos expansivos, a la espera de planificaciones inteligentes. Esta Santo Domingo fue una vez de Ovando, otra de Trujillo, luego de Balaguer y, ahora, del trinomio Diandino/Leonel/Danilo. Ovando trazó —sin importarle para nada quiénes habitaban sus contornos, ni cómo vivían— una ciudad ajustada a referencias europeas.
Trujillo la expandió hacia la complacencia de su propio ego. Balaguer —y ahí está su trazado— trató de reivindicarla de acuerdo a unos dictámenes autocráticos que rememoraban, muy tardíamente, las vetustas veredas del Nilo (cuyas consecuencias hundieron para siempre a Egipto).
El trinomio Diandino/Leonel/Danilo, como un desfase mayúsculo, ha optado, sin una base conceptual, sin ese principio elemental del estudio frontal de la causa/efecto, ni la estrategia alternativa del sondeo lateral, una desconstrucción del lineado vial y que, como todos sabemos, sólo ha resuelto algunas partes visibles de nuestro pandemónium vehicular, pero remitiendo al ser protagónico de la ciudad, al hombre, a ese ser erguido de algo más de un millón de años y que ha soportado catástrofes y todo tipo de vicisitudes para arribar a este estadio de civilidad, a la humillante condición de tener que saltar muros, cruzar —con el peligro a cuestas— avenidas ensanchadas con fines electorales y de aguantar con un estoicismo primitivo que los semáforos, los motoconcheros y ciertos policías apáticos, permitan o remitan sus tardías señales para, ¡al fin!, poder cruzar alguna esquina, porque de lo contrario, tendrían que lanzarse a las peligrosas y profundas aguas de nuestro espeluznante desafío vial, contaminado por basura, ruidos y un aire degradado.