Nos cuenta Rebeca, una mujer informada que vive a Danilo sin preguntarse “el porqué”, que las mujeres dominicanas acostumbran a contarles cuentos de su vida ficticias a los extranjeros que conocen y a todos asisten con la cabeza, si, sí, sí.
Luego en las tertulias esas mismas mujeres “se burlan” de los extranjeros, a los que tildan de “tontos”, ya que ellas perciben que ellos les creyeron el combo de mentiras. “Qué tonto es él”, se les escucha decir a las dominicanas del hombre blanco, pelo rubio y ojos azules.
Lo que no saben ellas, repite Rebeca, la que un día soltó en el Bufeo René Fiallo en su enfermedad con Danilo, que los extranjeros dicen todo que sí porque no entienden nada de esos cuentos, que no son chinos, sino dominicanos.
Pero que no se acomplejen esas dominicanas, ya que los americanos han admitido no entender a García Márquez y Cien Años de Soledad, porque cómo explicarse que Macondo se fundó como consecuencia de un gallero que mató al otro, quien al perder la pelea de gallos insinuó que la mujer del matador le había sido infiel.
Lo que nos recuerda cuando Luis Inchausti fue a decirle a Juan Bosch un secreto. Y el maestro, a quien lamentablemente Inchausti no llegó a copiar bien, le dijo hay que tener mucho cuidado con los secretos.
“Una vez un amigo le dijo a otro que su mujer le era infiel” El hombre reaccionó ante el amigo: “Usted es un hombre muerto”. Por dos razones: Primero, que no es verdad, y sies verdad, eso no se puede saber”, le contó Bosch a Inchastigui.
Cómo entienden entonces los extranjeros de los países desarrollados nuestro mundo, que como dice García Márquez las palabras del Diccionario de la Real Academia Española, ni el buscador de Google, tendríamos que agregarle ahora, dan abasto para explicarlo.
Pero los extranjeros sí saben relacionar el mundo que ellos viven con lo que nos falta a nosotros.
Tengo una hermana, la única de padre y madre, que marchó hacia Italia tras la muerte de nuestra madre, perdió el encanto por el país con el hecho. Allá se casó con un italiano, que le aguanta su dominicanidad.
La segunda vez que regresó al país, lo hizo con dos sobrinitos italianos. Cuando los montó en el vehículo en el aeropuerto, sacó de la cartera dos botellitas de vino. “Mira lo que te traje, me dijo.” Para despojarnos del hastío del aeropuerto nos dimos un trago. Inmediatamente, el carajito italiano, como diríamos aquí, se alarmó y nos lanzó lo siguiente: “Tío, manejando no se bebe.”
Ellos otra vez se encuentran en el país. Y la semana pasada, íbamos por un barrio a visitar una amiga común, y el italianito, Gerard,como se llama, se preguntaba dónde estaban las rayas blancas que marcaban los carriles de la calle que transitábamos.