POR. Efraim Castillo
efraimcastillo@gamail.com
Hemos escuchado tanto la palabra amor que, sin detenernos a analizar su significado, etimología o historia, nos imaginamos que siempre ha estado ahí, dispuesta a dejarse pronunciar con voz tenue y melancólica para auxiliarnos cuando frente al ser que nos interesa atraer o gratificar, emplearla a fondo a través de descargas emocionales y sentimentales, muchas veces sin medir los alcances de su contenido y, por lo tanto, sin importarnos mucho las consecuencias que nos deparará al usarla.
Por eso, empleamos la palabra amor en algunos de sus tiempos y singularidades, ya sea diciendo te amo, te amé, te amaré, nos amamos, me amó, pude amarla o amarlo, etcétera.
Inclusive, para librarla de ciertas cargas, nos auxiliamos del verbo querer, empleándolo como sustituto, pero que no nos sirve de mucho cuando el objeto del afecto es Dios. Porque a nadie se le ocurriría decir yo quiero a Dios, ya que, desde los griegos, Zeus —el Dios tronante del Olimpo— es el amor puro y de ahí, que la oración correcta para practicar la adoración a un ser supremo sea yo amo a Dios. Así, en cualquier diccionario aparecerá el significado de querer como ambicionar, codiciar, pretender, tratar, perseguir; y el de amar como adorar, desear, siempre insertando su utilización hacia lo abstracto, ya que la dimensión del amor es infinita, sobre todo si la vinculamos con lo espiritual.
Al respecto, recuerdo cuando mi madre, con voz melosa, me preguntaba en mi niñez que “hasta dónde la amaba”. Entonces le respondía que “hasta la bolita del mundo… ¡y más allá!” .
¿Qué es, en realidad, el amor? ¿Significa esa palabra, acaso, lo que sentimos verdaderamente por algunas personas cercanas a nosotros (madre, padre, abuelos, hijos, esposa o esposo, amigos, héroes) y que los griegos sólo utilizaban para endosársela a sus dioses?
La palabra amor, como todos los signos lingüísticos —esas unidades mínimas de la oración— tiene su significado y su significante, pero no como el signo caballo, cuyo significado es el propio equino, o como el signo carro, cuyo significado es el vehículo de motor que todos conocemos, ya que todo signo lingüístico, como evocación y representación de una idea u objeto, es un fenómeno meramente cultural y, por lo tanto, una invención del ser humano. Para dar un ejemplo de esto, me atrevería a decir que el vocablo piedra podría muy bien representarse por otro signo, ya que ese objeto mineral existía mucho, muchísimo antes de que el ser humano lo denominara así. Pero el amor, como un afecto o sentimiento que ha evolucionado dentro del propio hombre, es un valor puramente abstracto y, por lo tanto conceptual, al cual valoramos desde el estallido de un goce, pero nunca desde una emoción.
Los griegos, cuyos filósofos —presa del asombro— se atrevieron a especular con lo invisible, con esas poderosas corrientes que se mueven constantemente en nuestro cerebro, utilizaron cinco palabras para significar el amor: epithumia, eros, storge, phileo, y ágape.

