Con el espectáculo que se montó para trasladar a la cárcel de Najayo a los imputados en la Operación anti-Pulpo a quienes se impuso prisión como medida de coerción parece que además de estigmatizarlos como símbolos de la corrupción se quería enviar algún mensaje a un sector en particular.
Nunca se había visto en que para un procedimiento tan rutinario como el traslado de reclusos desde el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva se organizaran caravanas con tan estrictas medidas de seguridad ni tampoco tanta fanfarria. Ninguno de los imputados pensaría en escapar, pero tampoco serían esperados por algún comando para liberarlos.
El ruido era completamente innecesario contra procesados, a quienes, al margen de los delitos que se les atribuyen, no se les reconoció siquiera la presunción de inocencia.
El mismo proceso en que se le impuso prisión como medida de coerción asumió en ocasiones una confrontación que lucía más personal que jurídica.
Las formas tendrán que guardarse y los procedimientos respetarse tanto para garantizar derechos como para evitar que las víctimas puedan convertirse en mártires. Si estigmatizar a los imputados no ha sido la intención, entonces algo falló porque es lo que se ha notado con el maratónico proceso para llevarlos a la cárcel de Najayo.
El Ministerio Público tendrá que tomar nota de un procedimiento que dista mucho del interés de justicia o establecer verdaderas responsabilidades sobre la corrupción.

