Reportajes

Ven sectores se esfuerzan para ilusionar la sociedad de vivir en  democracia

<P>Ven sectores se esfuerzan para ilusionar la sociedad de vivir en  democracia</P>

Han sido notables los esfuerzos que a través de su historia han hecho tantos ciudadanos, ilustres unos, para que esto parezca cualquier cosa menos un país.

El espectáculo, que se repone de tiempo en tiempo como obra tragicómica, es conmovedor e incluso, grave. El trofeo mundial del sofisma político-propagandístico ha estado en manos, por mucho tiempo, de uno que otro déspota, ilustrado o no.

A  esos patriotas públicos debemos el baile de máscara que no acaba de terminar.

Pero asimismo  a la distorsión que sentencia: es mejor un corrupto que reparte que un ciudadano ejemplar tacaño que se atreve a la frescura de defender con uñas y   dientes el patrimonio de las mayorías.

Es una pena que Jenofonte, Eurípides o Sófocles no anden por ahí -y se hayan ido a destiempo- para registrar tanto drama cargado de sentida espectacularidad en un gris escenario de tragedia griega, sin Grecia de por medio.

Y, por cierto, la inmensa aportación a los adjetivos grandilocuentes de los personajes centrales de la obra infinita que se estrena cada día  en este simulacro de nación ha recibido un tratamiento de indiferencia injusta por parte de las academias de la lengua.

Hacen falta más estatuas funerarias, más pirotecnia discursiva, una cuota más alta de artificio y una dosis mayor de la imperecedera labia nacional que explique mejor lo que sucede con estos portentos de la inutilidad.

O que por lo menos le dé seguimiento puntual y la impregne del  necesario juicio analítico.

El gran macho nacional que lo resuelve todo (siempre para su grupo), deja impregnada en el alma del pueblo azorado una estela sutil de “sobriedad” y de una voluntariedad sobrecogedora y patética. Esa estrategia casi nunca falla. Lo importante es presumir: somos los mejores en todo, tenemos lo último en esto o aquello, nos sobra el talento, caemos y nos levantamos, vamos y venimos como Caronte que maneja su barca de la muerte indiferente a lo que sucede en el mundo de afuera.

No necesitamos evolucionar, nos pueden conducir como les dé la gana, hay que mantener el circo a cualquier precio. Pero la realidad latinoamericana va diciendo otra cosa y aconseja cautela o por lo menos remojarse las barbas.

Si no hay, ni pensado siquiera, la idea de repartir mejor las riquezas que produce el esfuerzo de la mayoría del pueblo dominicano aquí, en el porvenir, no va a haber candela sino que pudiera no alcanzar para repartir las cenizas. Esa es una cuestión axiomática como el hecho de que a mayor cúmulo de energía más recia es la tormenta o, en el caso, de los terremotos, más densa la respuesta de la tierra herida.

Y ese lenguaje falseado que se traduce en aguaje y en obra espuria o inexistente, recorre el sino impoluto de la ausencia de todo.

Lo demás, lo que debiera ser en un país “institucionalizado”, capaz de darse cuenta, se ha constituido en una chercha  sin aplicación concreta, como corresponde a una democracia que no pasa del derecho al voto de las mayorías y de la gran libertad de quejarse como aquél que en cama de muerte o en emergencia puede darse todo el tiempo que le quede de vida a revolcarse en su dolor inmenso.

Pero nada de evidenciar el origen de sus males ni de decir que los doctores son unos indiferentes o que desvían los recursos hacia sus sacrosantas mansiones o que tienen increíbles cuentas bancarias.

A ellos les debemos los grandes aportes a la preponderancia de la vacuidad y del desenfreno y por tanto, son intocables y no pueden ser mencionados como indolentes ni descarados.

Uno de los síntomas de la enfermedad infantil del despotismo, en ciernes o no, es el narcisismo político.

Al territorio nacional que se hace llamar el país, porque así lo consignan unos libros, unas cartillas escolares, unos pronunciamientos reticentes, le ha sobrado este tipo de fenómenos, tanto que hasta se puede exportar una buena cantidad de narcisistas con rango de bestia peluda.

Es más abundante esa especie de intocables que en la India y que en el número de peloteros dominicanos en las grandes ligas, que es mucho decir.

Y hay endemismo en ello pese a que hasta hace algunas décadas sobreabundó en Latinoamérica una camada de gorilas de gran peso, uniformados y todo hasta el plomo y la bayoneta.

Todo se reduce -y se explica- en el mito del presidencialismo y de la falsa sacralidad de todo lo que pasa por Palacio.

El Nacional

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