Opinión

¡Hasta siempre, Hatuey!

¡Hasta siempre, Hatuey!

La noche del 21 de septiembre del 2004, Hatuey y su esposa Dominique me acompañaron al restaurante Seasons a celebrar en intimidad familiar mi matrimonio con Laura, quien apenas 43 días antes había sufrido la pérdida de su padre, don Jacinto, ciudadano de excelsas virtudes. Venía escoltando al líder de la FED, amo y señor de un valor admirable, desde el 8 de diciembre de 1995, fecha en la que con la elegancia de su prosa me presentó ante una multitud de perredeístas congregada en el puente de la 17.

Durante los años siguientes me aconsejó y tuteló, pero a medida que el calendario se desprendía de hojas de su cuenta interminable, fui haciendo mutis del quehacer político para consagrarme al ejercicio de mi profesión. Y cuando las circunstancias lo apremiaron a repeler la repostulación de Hipólito Mejía y perseguir la nominación presidencial del PRD, arrimé el hombro al de Hatuey y le serví como puente con el empresariado. Luego, la existencia, como trompo en vertiginoso movimiento centrífugo, me impidió verlo con la misma frecuencia.

Nunca, sin embargo, dejé de profesarle respeto, cariño y agradecimiento, sentimientos de los que se hizo acreedor y que desbordarán mi propia vida. No sé si la última vez que lo vi era el mismo o era alguien transmutado por la fuerza irresistible del cambio, o mejor, por la implacable mutación que destruye y vivifica.

En este discurrir entre la llegada y la partida, entre la bienvenida y la despedida, entre lo pasajero y la eternidad, todos atravesamos por un proceso de transformación que nos desgasta y corroe, preparándonos para la fase final. Dicen que la muerte es un salto más del movimiento, y que después de ella, reiniciamos el proceso que nunca acaba.

El pasado viernes, este símbolo de coraje y dignidad se ausentó, dejando un vacío en el seno de sus amigos, entre los que me permito incluirme, y otro más profundo en el pecho de nuestra sociedad. Si he de decir verdad, su partida amplía un círculo concéntrico, porque los seres nobles y justos como él, cuando se alejan de los predios terrenales, ensanchan las fronteras limitantes de la decadencia moral que nos abate como pueblo.

No niego que aquel día que lo vi sin sospechar que sería el último, su mirada con lumbre de ayer y de mañana guiaba sus pasos frente a los despojos de la vida en trance de resurrección.

Sin embargo, nunca me preparé emocionalmente para perderlo, como tampoco cuando mi padre emprendió el viaje hacia el misterio. Lo común es despedirse de los que se marchan, pero yo no lo haré, sino que le daré la bienvenida a Hatuey o como se llame en este instante del tránsito sempiterno entre la vida y la muerte. ¡Hasta siempre, mi muy querido licenciado!

El Nacional

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