Opinión

Locos viejos

Locos viejos

El mundo lo que necesita es gente buena. Los gobiernos son mejores cuando dirigen seres auténticos, veraces, agradecidos y solidarios, fieles a sus principios. No importa donde se sienten, a la izquierda, en el centro o a la derecha. Los pueblos son más alegres cuando están compuestos por tipos que nada los cambia, pero hacen cosas para cambiar y mejorar el mundo. Sembradores, constructores, emprendedores, motivadores de las mejores y grandes obras. Locos viejos, queridos y respetados, que reúnen en ellos mismos magnas virtudes.

Thomas Paine hubiese sido un gran presidente en cualquier parte. Con lo rebelde e incomprendido que pudo haber sido, era sobre todo un hombre justo, noble, creativo y de buena fe. Inspirador, provocador y motivador de la Revolución Americana, su Common Sense fue el mayor aporte al nacimiento de los Estados Unidos. Dondequiera que estuvo, en Inglaterra, Estados Unidos o Francia, luchó por sus ideas sin dejar de ser un sencillo y firme constructor de un orden social más justo. Pudo haber sido, a su manera -quien sabe-, uno de esos locos viejos que la sociedad suele maltratar o rechazar por la falta de visión o la cortedad de sus dirigentes.

La presente época se caracteriza por una apresurada evolución tecnológica, no necesariamente del conocimiento. Por tanto no debe extrañar que prevalezca la misma situación que a Paine le costó la libertad y la vida, como ha ocurrido con otros genios de la política, el arte y las humanidades, investidos de buena fe para mejorar las cosas, que para eso siempre han sido muy buenos estos locos viejos, amables y sencillos, de una sola cara.

Son los que, en estos tiempos, no cambian de número telefónico aunque la fortuna haya tocado a su puerta, van a saludar a sus amigos sin esperar que ellos vayan, se agachar a recoger algo, se ríen como lo hacían antes, caminan como aprendieron en casa, cruzando la calle o yendo a la escuela. No les preocupa que un rico helado de batata hecho en casa ensucie la nueva camisa que llevan puesta, se detienen a tomarse el agua y luego comerse la masa tierna de un coco nuevo pelado en plena calle. Hablan y siguen saludando con sinceridad a la vendedora de periódicos, de tarjeta de llamada o de bolones de coco revestidos de caramelo, como lo han hecho toda la vida.

El loco viejo clásico está convencido de que, con o sin fortuna –dentro o fuera del poder-, no deja de ser el mismo que viste y calza, con temores, pasiones y sueños; con los mismos padres, hijos y hermanos, amigos, que siempre estarán ahí, de todos modos. Pase lo que pase. Consciente –eso sí-, de que es o deja de ser noticia, es honrado o halagado, en la medida en que pueda dar o quitar. No se pierde en vanidades ni glorias pasajeras.

El Nacional

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