El presidente Luis Abinader puede que haya pasado a la historia como el gobernante dominicano que mejores relaciones diplomáticas y comerciales haya cultivado en el más corto tiempo con una administración estadounidense. Desde antes de alcanzar la jefatura del Estado se sentía la simpatía que el Gobierno de Donald Trump tenía por él, al margen del evidente desagrado de Washington con la gestión del PLD, agravado por la ruptura con Taiwán para formalizar nexos con China Continental.
Los vínculos con el exalcalde de Nueva York, Rudy Giualiani, y los buenos nexos con figuras del establishment del hoy canciller Roberto Álvarez incidieron en ese respaldo encontrado por el líder del PRM.
La injerencia en los asuntos internos del jefe del Departamento de Estado, Mike Pompeo, al advertir al entonces presidente de Danilo Medina en una llamada telefónica sobre las consecuencias de una reforma constitucional para repostularse inclinó más la balanza a favor de a Abinader, a quien comenzó a vérsele con más claridad como el candidato de los yanquis.
Esa percepción quedó más reforzada con el respaldo de la embajada de Estados Unidos, en un momento de creciente tensión política, a la evaluación técnica del sistema automatizado de la JCE a cargo de la otrora repudiable Organización de Estados Americanos (OEA) y otras entidades internacionales.
La presencia de Pompeo en la ceremonia de juramentación de Abinader, aun en medio de la pandemia del coronavirus, confirmó los nexos.
Si existía algún resquicio de duda, Abinader se ocupó de despejarlo con el mensaje de que los lazos comerciales y diplomáticos con Washington serían prioritarios para su Gobierno. Tras diferentes intercambios entre los dos países fue todavía más lejos al limitar la inversión china y anunciar que contempla trasladar la sede de la embajada en Israel a Jerusalén.
Pero resulta que tras la derrota de Trump las autoridades nacionales no contarán con los servicios de Giuliani ni Pompeo, por lo que tendrán que acomodarse al nuevo orden que representa la administración del próximo presidente Joe Biden.
Por lo menos tienen a su favor concordar, como elemento común, con las líneas esbozadas por Biden en su política para América Latina de combatir la violación de los derechos humanos y la corrupción.
A diferencia de gobernantes como el mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien sobre la base de sus buenas relaciones con Trump ha demorado en reconocer la victoria de Biden, el mandatario dominicano no perdió tiempo para hacerlo.
El buen tacto, sin embargo, no despeja las interrogantes. Los resultados de las elecciones configuran un nuevo escenario cuya repercusión es por ahora impredecible, aunque se alegue que las relaciones son bilaterales y no personales.