Esta semana, concretamente el 7 de marzo, se cumplieron 116 años del nacimiento de Manuel del Cabral, (1907-1999). Tenía 92 años a la hora de su muerte, hace 24 años. Para mí, el mejor y más poeta dominicano de todos los tiempos, autor de una obra poética que no tiene nada que envidiarle a la de ningún poeta latinoamericano de su tiempo, sin haber obtenido el Premio Nobel, aunque méritos no le faltaron, como tampoco a los que si lo ganaron, como Pablo Neruda, “un buen poeta en cualquier idioma”, como dijera Gabriel García Márquez.
Por diversas razones Manuel fue desconocido o ignorado durante muchos años en el país, incluyendo su procedencia familiar al ser hijo de uno de los más conspicuos alabarderos del dictador Rafael Leónidas Trujillo, (Mario Fermín Cabral),, autor de la pieza legislativa que cambió el nombre de la capital para ponerle “Ciudad Trujillo) lo cual le permitió realizar una exitosa y larga carrera diplomática que lo llevó por distintos países latinoamericanos, poniéndolo en contacto con la cultura y los principales escritores de la época, tanto de américa como de Europa.
La obra poética de Manuel es extensa, diversa, con un estilo único que dentro de lo particular se hizo universal, pues abordando temas políticos, amorosos, sociales, filosofía, sexo, metafísica, incluso históricos, etc., sin alejarse de sus raíces afroantillanos, cultivando la llamada poesía negroide, siendo aun hoy uno de sus principales exponentes junto al cubano Nicolás Guillén, poeta nacional cubano. Manuel era, sin duda, un poeta mayor.
Manuel no fue un exiliado intelectual que salió huyéndole a la dictadura, como muchos otros, ni un combatiente antitrujillista que le permitiera, tras la decapitación de la dictadura, exhibir como trofeo sus méritos revolucionarios, por lo que, sin duda, pagó un precio, pues muchos ni siquiera le reconocieron su condición de poeta, y mucho menos autor de una obra tan importante y significativa como “Compadre Mon”, tal vez el mejor poema dominicano, superior, para mí, a “Hay un país en el mundo”, de Pedro Mir o “Yelidá”, de Tomás Hernández Franco.
Conocí a Manuel en “la esquina de Tejas” de la 27 de febrero, ya en la postrimería de su vida. Muchas veces conversamos sobre literatura. Me regaló, en dos ocasiones, sus “obras completas” que por el azar del destino perdí en no sé qué lugar de mi pequeña biblioteca. Lo recuerdo con agrado.
Era buen conversador; hombre de muchas vivencias y sabiduría. Cuando murió, el 14 de mayo de 1999, me dije: “Ha muerto uno de los escritores más grandes que ha dado el país, pero el país no lo sabe, porque no conoce su obra y porque tal vez nunca la conozca”.