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Balaguer y Santana

Balaguer y Santana

Luis Pérez Casanova

Si el general Pedro Santana hubiera podido decidir sobre la colocación de sus restos en el Altar de la Patria, rechazaría la exaltación que dispuso el entonces presidente Joaquín Balaguer, no porque desde su punto de vista no mereciera o no quisiera descansar en el augusto templo, sino por la humillación a su ego que entrañan las condiciones del reconocimiento. Santana, como muy bien lo describe Balaguer, era un monstruo, inescrupuloso y colmado de ambiciones diabólicas, pero también era un hombre de carácter, que jamás aceptaría un premio de consolación por sus servicios.

Lo demostró cuando las autoridades españolas lo recriminaron por el fracaso de la anexión al advertir que no aceptaba amonestación, sino que se le juzgara por sus acciones.


El Balaguer que dijo que hondos escrúpulos de conciencia sacudían su ánimo al depositar los restos de semejante personaje (Santana) en una urna cercana a la de Antonio Duvergé y María Trinidad Sánchez, fue el mismo que proclamó que había llegado la hora de la reparación histórica. Pero como político al fin, Balaguer echó a un lado los escrúpulos y se tapó la nariz al apelar a una reparación que, en realidad, no era más que un recurso para él congraciarse con los sectores conservadores que tenían al hatero seibano como el héroe de la lucha contra las invasiones haitianas, ya que en 25 días traspasaría el poder al presidente electo Antonio Guzmán, en 1978. Además de no reconocerle méritos, Balaguer despreciaba a Santana como ser humano.

En el panegírico Balaguer citó que Santana había vejado a Duvergé sin consideración alguna ni a su martirio ni a su gloria y que después de haberlo hecho fusilar “sin haberle ofrecido siquiera la oportunidad de defenderse”, en el sitio de la ejecución bajó del caballo que montaba y pateó el cuerpo ya exánime de la víctima.

Y como si actuara en una obra de teatro se preguntó ¿Qué sentimientos agitarán hoy el alma de María Trinidad Sánchez al ver llegar a estos atrios consagrados a los inmortales de la patria al hombre que hizo desgarrar sin ápice de piedad sobre su pecho la bandera dominicana? Como si su propia conciencia se le rebelara, el entonces gobernante se preguntó si el general Gregorio Luperón no se estremecerá en su tumba al ver llegar, solicitado como un héroe, al mismo hombre a quien tuvo que arrebatar ya enlodado el pabellón del 27 de febrero para enarbolarlo de nuevo “limpio de toda mancha en los bastiones de la patria reivindicada y redimida”.

Santana, que fue capaz de vender la patria por un título de marqués y un sueldo, jamás hubiera aceptado unas condiciones tan deleznables para que sus despojos descansen en Altar de la Patria.

Hubiera preferido mil veces el ostracismo, porque, como su mismo redentor, la humillación no forma parte de su carácter. Balaguer supo demostrárselo a Trujillo cuando tuvo que hacerlo.

Por: Luis Pérez Casanova

l.casanova@elnacional.com.do

El Nacional

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