1
Un tigre cazado dentro de míme atemoriza. Es lo que creía Martin Luther King de la libertad. Aclarado su fantasma, cuando viene a ver no se sabe quién es fantasma de quién. Anocheciendo es una cimarronada. Cuando viene a ver digo, aspiro a vivir en una civilización hasta no soñar al negro que soy, que he blanqueado a fuerza de pensar cosas que ya no recuerdo, adrede, estando despierto.
2
Un oso me atemoriza antes de irse a invernar. Es lo que creía Lenin de la libertad. Anocheciendo, decía, soy el que cruza la calle. Si me detengo más de lo necesario cualquier mujer me parece Medea, que es donde radica mi problema mayor al acostarme y pensar que Lenin es ese oso que dentro de mí hace bulla, no bien me duermo, despierto para morirme al cruzar la calle. El peso del oso es tan pensado que, si pienso que se hace el muerto, puedo cruzar más rápidamente la calle.
3
El cementerio, como una gallina negra, me cede el paso al lado de donde vivo y me atemoriza. Es lo que Stalin creía del poder y de su brazo izquierdo. Mirando la luna llena en el firmamento me parece que el niño que fue se salvó a gatas de ser aplastado por un deseo pedido a una estrella fugaz, al recordar, que alguien muy cercano le dijo que el día que Balaguer murió lloró. Es lo que hace que mientas, mientras más mentiras se dice de sí mismo más se filosofa contra el dolor.
4
Un elefante, como la espalda de Trujillo, ronda dentro mí. Es lo que creía un sobrino Ramfis de un país que todavía existe, en parte, porque nadie se puede comer solo un chivo, a menos que no sea en un perico ripiao, donde el que canta sea un virtuoso de hacer mueca, en las que todos rían al tratar de imitarlo, que es lo que hace que mire a los ojos al que me mira como lo gato.
5
El león es digno de pena cuando está solo. Necesita del agrado de los demás congéneres, sin tenerlos cerca, para sentirse importante, aun así, dentro o fuera atemoriza. Como todos les temen de todos tiene un poco. Cuando ruge hasta la luna de cuarto menguante, que se refleja a duras penas en el río, termina haciendo el ridículo, estremeciéndose. Imaginarse a un simple mortal parecido a él y antes que a él a mí mismo y a sus ancestros que no sabiendo dónde está enterrado, es horroroso.
6
La hiena debería de atemorizarme, cara a cara como deberle a un prestamista que no se le pueda pagar. Si le debiera a la banca es diferente, su rostro es una guerra religiosa. Trujillo, el criollo, cuando se lavaba los pies, se los perfumaba y se ponía medias de seda y no paraba de reír al recordar que de niño soñaba con vacas. Lo mismo hacía cuando un servil palidecía al sorprenderlo con un dedo en la nariz.
7
Debería aprenderse más de las moscas. El que cree que son las mismas de la mañana que la de la tarde, está equivocado, porque ya no rondan los cadáveres de los pobres como antes. Podría ser cierto eso que entran en la boca cuando se bosteza. Las que volaban minutos antes de la muerte de Ulises Heureaux, que no fueron las mismas después de muerto, huyeron justo en el momento en que exhalaba su último aliento al abrir la boca.
8
Un gato que me encontró en el camino me siguió hasta mi casa. No bien lo miré a los ojos me dije que necesitaba un nombre. No niego que me interrogué: “Si está perdido es que no tiene amo, y en ese caso debe de tener un nombre. ¿Es feliz un gato con ponerle un nombre? Muchos he conocido que tienen un nombre, ¿y un apellido? ¿Alguien llegaría al atrevimiento de ponerle un apellido, que no sea el del dueño ni de su madre? Lejos de toda duda, cabe en cualquier realidad que se pueda pensar. El límite de la locura es llamar al gato como lo llaman a uno.
El autor es escritor.