Opinión

¡Cómo terminan los dominios!

¡Cómo terminan los dominios!

La historia dominicana ha encontrado en las dominaciones una constante política. Desde la haitiana (1822-1844), han ocasionado grandes retrocesos, motivados en una inexpugnable falta de institucionalidad.

De origen confuso e indistinto, cada dominio ha devenido en un proyecto individual, en despotismo y violación de toda suerte de derechos, incluyendo los inherentes a la libertad económica y política.

Expresión de un fenómeno muchas veces ajeno al partido que lo sustenta. Conocer su característica nos permite disponer de una lista reducida de jefes de Estado cuyo particular comportamiento reserva a cada uno la infausta categoría de tirano. Unos, a la clara y otros detrás de una máscara liberal y democrática.

Desde Jean-Pierre Boyer a Leonel Fernández, pasando por Santana, Báez, Lilís, Trujillo y Balaguer, las dominaciones tienen el mayor caldo de cultivo en el culto a la personalidad, en la pobreza y en la falta de educación.

Si azarosos y perturbadores fueron sus gobiernos, indignos, violentos y confusos han resultado sus últimos días, con la agravante, también invariable, de que han encontrado su fin en enfrentamientos internos. Tan inseguros que no lograron gobernar sino con el control de todos los poderes.

El final de la oprobiosa dominación haitiana en esta parte de la isla no fue posible hasta que la prolongada dictadura de Boyer fue derrotada por fuerzas haitianas opositoras, con el tímido concurso de unos cuantos dominicanos. Pedro Santana, déspota y verdugo de trinitarios, sucumbió ante un repentino quebranto de salud.

En su haber se computa un golpe de Estado que envió a Buenaventura Báez al exilio. Llegó al país por Montecristi, y de inmediato se suma al frente que salió del Cibao a combatir las fuerzas del presidente Báez. ¿Cuña del mismo palo?

Ulises Heureaux (Lilís) y Trujillo fueron asesinados por enemigos encubiertos, no definidos como opositores frontales ni abiertos. El dominio balaguerista, como el de Santana, concluye por efecto de fuerzas naturales, sin que la oposición haya jugado un papel determinante sino en la reducción de dos años a su último cuatrienio, osadía que, a la postre, sólo sirvió para que un político desconocido hasta entonces, tomara la antorcha del anciano caudillo, con la desdicha para el país de que entraba en escena una figura tanto o más despótica.

Estamos, óigase bien, ante una eventual catástrofe que demanda la unidad nacional de todas los sectores políticos, sociales y económicos. Hoy, el dominio leonelista se resiste, agonizante, ante una embestida opositora cuya falta de vigor y compactación propicia su retorno como si, inevitablemente, se aproximara una desgracia de la naturaleza amenazando con arrasarlo todo.

El Nacional

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