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Convergencia

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Efraim Castillo

¡Acógeme, Señor!

(A Monseñor Euribíades Concepción Reynoso, in memoriam)
Señor, me has dado cada mañana gotas de miel, apartando de mí el vinagre espeso; me has dado frescos arroyos en donde florece la vida. Me has dado el sol, las distancias entre mar y cielo, la amplitud de las sonrisas; me has dado esta carne en la que me veo cada mañana y me grita como un eco avizor.

Me has dado, Señor, la capacidad de transitar senderos con rotondas agolpadas entre brumas, truenos y goces; entre esta máscara de silicón que cubre mi existencia y quebranta las respuestas que aguardan a la muerte.

Señor, encerrado en esta cáscara viviente, doblado en mí mismo como un embrión in vitro y descreído como una víbora pisada, ¿no podría preguntarte por aquello que permanece aún prohibido por los desastres provocados en el nicho adánico, donde bestias y brisas estremecían el amanecer y lo bebían, y la luz crecía sobre las sombras? Sería mucho pedirte, Señor, que me abras más, mucho más, tu aliento, para moverme entre las constelaciones del amor y la más pura de las alegrías; y que como un simple sujeto apócrifo reintente acomodarme en el aposento bajo, allí donde los huracanes se deshacen, cesan las furias y las agonías se inclinan ante Tu presencia.

Podría lanzarme aguas arriba, Señor, abandonándolo todo para subir la colina y crucificarme contigo, bebiendo tu último gemido y asiéndome a tu misericordia. Pero dime, Señor, ¿qué debo hacer? Explícamelo como lo ordenas al sol en cada aurora, despejando las sombras; como lo estableces en el vuelo audaz del águila, como lo expresas en la maravillosa figuración del arcoíris y en la humedad de la yerba amanecida.

Pero estoy tan cansado, Señor, tan ahíto de los gritos revestidos, de las algarabías camufladas, de las historias repetidas y orladas de calumnias, que hasta podría dormirme sobre la ventisca para esperar remontarme en el tren del destino.

Este cansancio podría extrañarte, Señor, pero fue comprado en la última oferta esgrimida, en la gran venta interior del alma; precisamente donde la especulación abate la vida y la trastrueca; allí donde la música rebota entre los tímpanos y quiebra la razón como cuarzo tostado.

Perdona, Señor, este cansancio de vida, este cansancio de buscar lo ignoto como un desgraciado errante, como un guerrillero en la quebrada la purificadora muerte entre el río y la piedra.

Perdóname, porque sí supe lo que hacía sin jamás dudar de la misericordia y del chasco. Pero estoy abierto a ti, Señor: mírame, ¿no parezco acaso el arrepentimiento puro, un trueque perdido en el mar, un dardo tirado al corazón?
¡Acógeme, Señor, entre el sudario y tu primera y segunda heridas; entre la más afilada de aquellas espinas que hirieron tu frente y perforaron mi zozobra! Y desde esta noción de dolor, remóntame en el vuelo de la penitencia. ¡Oh, Señor!, cuán apacible, cuán resplandeciente puede ser el goce de permanecer en tu seno y saberme amado.

Por: Efraim Castillo
efraimcastillo@gmail.com

El Nacional

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