El alarmante brote de coronavirus detectado en la cárcel de La Romana desmonta la propaganda y cuestiona la eficacia en la aplicación del protocolo sanitario en los recintos penitenciarios. Sin duda que el elevado número de 90 reclusos infectados ha sido el detonante de una crisis de mucho más dimensión. El hacinamiento fue el caldo de cultivo y la inobservancia de las medidas preventivas el vehículo que transmitió el virus entre los reclusos. Porque es obvio que la epidemia no se originó en la penitenciaría. El caso, por más que se trate de arreglar, evidencia que las autoridades llegaron tarde con las pruebas. Es válida la sospecha de que escandalizaría el número de presidiarios afectados si las pruebas se extienden a todas las cárceles del país. La realidad indica que las autoridades tienen que ser más estrictas en la aplicación de los protocolos sanitarios para detener la expansión del coronavirus. El personal de las penitenciarías e incluso los familiares que han tenido contactos con los reclusos deben ser examinados porque de seguro que muchos tienen que estar infectados con el virus. El caso de La Romana no es más que otra triste experiencia.