El 2025 fue un año en que el cine dominicano dejó de ser promesa para convertirse en un territorio propio: un espacio donde la identidad se ensaya, se transforma, se sueña y se cuestiona.
Las salas se llenaron de historias que cruzaban géneros, geografías y sensibilidades; un mosaico narrativo que parecía decirnos, sin alardes, que hemos entrado en la madurez.
Ese mapa luminoso comenzó a dibujarse con Pepe, de Nelson Carlo de los Santos, la obra cumbre del año y la película dominicana de mayor reconocimiento internacional al triunfar con Mejor Director en la Berlinale.
Ese hipopótamo que cuenta su propia historia – mitad sueño, mitad fantasma, mitad espejo- se convirtió en una metáfora del desarraigo caribeño, de la identidad en tránsito, de las muertes que cargamos dentro. Nelson Carlo, siempre disruptivo, opera desde un territorio donde pocos respiran: el riesgo estético absoluto. La fuerza de Pepe es tan rotunda que casi se agradece dejar espacio para que otras voces también sean escuchadas.

Desde otro registro, pero con igual valentía, irrumpió Bachata del Biónico, de Yoel Morales, un estallido de gracia espontánea que mezcló falso documental, drama social y humor sin pedir permiso. Proveniente de la Escuela de Cine UASD, Morales ratificó su intuición fílmica con un lenguaje fresco, juguetón y profundamente humano. Sus protagonistas —con un elenco secundario que funciona como corazón rítmico— cargaron una autenticidad que fue celebrada en varios festivales internacionales.
El viaje íntimo del amor llegó con Au revoir, de Rony Castillo, la primera dominicana proyectada en el Festival de Angoulême. Su narración delicada y contenida evitó con dignidad el melodrama fácil, explorando la ruptura emocional con una sensibilidad transnacional que reunió acentos y rostros venidos de distintas geografías.
Hubo también cimbronazos desde la crudeza social: Tíguere, de José María Cabral, volvió a desarmar la masculinidad tóxica desde un campamento juvenil. Allí, Manny Pérez ofreció una de sus actuaciones más sólidas, atrapado en un personaje que se deshace y se revela.

En el terreno del thriller psicológico apareció Cucu, dirigida por Tito Rodríguez, con Marlon Moreno y Evelyna Rodríguez atrapados en un matrimonio que viaja a las montañas buscando reparación, pero encuentra un enigma humano encarnado en un lugareño inquietante. Coproducción dominicana-colombiana-mexicana, su relato disecciona la pareja, el miedo y la fragilidad de los vínculos.
Y desde una sensibilidad etnográfica conmovedora emergió Sugar Island, de Johanné Gómez Terrero, la historia de una adolescente dominico-haitiana cruzada por desigualdades ancestrales. Obra premiada internacionalmente, reafirma a Gómez Terrero como una autora de mirada aguda y necesaria.
Otro triunfo regional llegó con La estrategia del mero, del colombiano Edgar De Luque Jácome, reconocida como Mejor Ficción en el Festival Internacional de Cine de Cuenca. Una pieza que sumó aire fresco a la cartelera local.
El público masivo encontró su estandarte con A tiro limpio, de Jean Guerra, un blockbuster de acción concebido desde un corto de 2013 hasta convertirse en uno de los proyectos más ambiciosos del cine dominicano. Poder visual, ritmo, ambición: todo en su sitio.
La sorpresa en clave fantástica llegó con Baño de mujeres, la incursión de Caribbean Cinemas como productora. La película deslumbró por su factura técnica y por la transformación radical de Frank Perozo, quien además dirigió.
En un registro íntimo y desgarrador, Libélula, de Rony Castillo, se convirtió en una joya mínima: un drama migrante sostenido por Judith Rodríguez y Pepe Sierra en un duelo interpretativo que roza la pureza. Filmada en un solo espacio, la historia respira por la fuerza de su guion y la verdad de sus actores.
El cine espiritual tuvo su nota con Día 8, de José Gómez, inspirado en la figura del padre Emiliano Tardif. Y en la frontera del drama maternal irrumpió Madre, a dos centímetros de ti, de Desireé Díaz Silva, película dominicana-estadounidense que estremeció por la fuerza emocional de su protagonista cubana, capaz de apropiarse con naturalidad del acento y la sensibilidad dominicana.
Animación: El aire que se mueve lento
Olivia y las nubes, de Tomás Pichardo Espaillat, fue un poema visual. Con técnica artesanal y slow motion, elevó la animación dominicana a su cima estética. Jurados internacionales y crítica coincidieron: es una obra que marca época.
Comedias: La risa como salto al vacío
El año abrió la puerta del humor con Los rechazados: Operación Submarino, de Yasser Michelén para Bou Group. Comedia coral, frenética, con un Salvador Pérez Martínez magistral y jóvenes intérpretes que confirmaron una nueva energía actoral.
Carlota, la más barrial, también de Yoel Morales, fue un fenómeno popular: una fábula urbana que conquistó salas, calles y conversaciones, encaminándose a récord de permanencia.
Desde España y RD llegó Amanece en Samaná, de Rafael Cortés, juego de equívocos y sentimentalidades en clave de humor dramático.
En el musical y romántico, La güira y la tambora aportó encanto; mientras que Sanky Panky 4: De Safari regresó con su sello característico, aunque sin alcanzar la chispa original.
Cerrando el año, Medias Hermanas, también de Morales, equilibró actuaciones naturales y profesionales en la mejor versión latina de la película peruana de 2012.
Documentales: La memoria vuelve a hablar
La no ficción vivió un esplendor insólito:
El triunfo de la democracia, de René Fortunato, su obra final, fue reconocida con una estrella de bronce en el Paseo de la Fama de Cine Downtown. Una despedida magistral.
La 42, de José María Cabral, llevó la cámara a las entrañas del barrio Capotillo, mostrando cultura, música, violencia, turismo y contradicciones.
Wilfredo: El legado de un genio del lente, de José R. Soto Jiménez, honró al pionero de la fotografía dominicana con imágenes de belleza hipnótica.
Kasimiro, de Boynayel Mota, capturó rituales afrodominicanos con delicadeza etnográfica.
El Pico Duarte, de Rubio Pitaluga y García Dickson, fue una oda al ecosistema más alto del Caribe.
Sueños Dorados, de Mariano Pichardo, narró la trayectoria inspiradora de Marileidy Paulino.
Artesanos: Ingenio de las manos celebró al país creador de objetos.
El Padrino II: 50 años y su filmación en RD, de Pablo Lozano, revisó ese capítulo legendario de nuestra historia cinematográfica.
Televisión: La pantalla que se reinventa
La televisión pública vivió un renacimiento inesperado bajo la conducción creativa de Iván Ruiz, cuya energía rompió moldes burocráticos. Su trabajo impulsó producciones como La Familia Espejo (2024 y 2025), serie entrañable y familiar sostenida por actores de distintas generaciones.
El gran hito llegó con Trinitarios, la serie histórica animada producida por RTVD, que inauguró una nueva era en la animación de gran escala en el país. Y Migrantes, de Gelen Gil y Millizen Uribe, ofreció un retrato lúcido de las corrientes migratorias que transforman nuestra sociedad.

