En líneas generales, cuando hablamos de desarrollo sustentable damos por sentado que aunque hay cierto desarrollo, también queda implícita la aspiración del humano como especie continuar su aventura planetaria.
El surgimiento del concepto está asociado al reconocimiento de la finitud de los recursos naturales a nuestra disposición y de la mortalidad inevitable de nuestra especie de no darse ciertas circunstancias que hicieron posible su surgimiento y sostenimiento en el planeta.
Los ecologistas son más dados a recordarnos el complejo tramado de ecosistemas que sostiene la vida humana y a alertarnos de cómo muchos de ellos están llegando al límite, debido al crecimiento de la población humana y su cada vez mayor impacto ambiental como resultado de nuevas y más productivas tecnologías.
Una visión sociológica nos llamaría a comprender mejor las relaciones entre pobreza y medio ambiente y nos convocaría a una mejor distribución de la riqueza acumulada.
Los politólogos probablemente desearían hacer siempre mayor énfasis en las limitaciones que ofrecen los actuales sistemas políticos para gestionar conflictos internos y entre naciones destacando que las catastróficas consecuencias que ellos tienen sobre el desarrollo y el medio ambiente, tanto de manera directa como indirecta, al distraer recursos.
Las ruinas de culturas desaparecidas constituyen una suerte de «caja negra» que nos permite conocer por que un día aquello que floreció en el pasado pudo desaparecer, no como resultado de los conflictos bélicos en que se involucraron y de intervenciones militares externas –como le ha ocurrido a algunas-, sino a manos de sus propios presupuestos y lógica de desarrollo.
Desde la invención de la computadora, los satélites espaciales y la revolución en las telecomunicaciones, transitamos a pasos acelerados hacia un nuevo proceso civilizatorio: el de la información.
Pero nuestras sociedades, instituciones, valores, percepciones, continúan anclados en los presupuestos del «progreso», que según ellos quedaron definidos por las sociedades industriales.
Vivimos en un mundo de recursos finitos, que hoy explotamos con tecnologías tan productivas que pueden dejar poco de ellos para las futuras generaciones.
Aún el progreso hay que racionarlo para no volver a la Era Primitiva.