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El futuro de la democracia

El futuro de la democracia

Orión Mejía

(y 3)
No sería posible consolidar una auténtica democracia sin que el Estado aprovisione recursos suficientes a través de una fiscalidad responsable para proveer a la población de educación, salud, seguridad, justicia, transporte, cultura, deporte e infraestructura vial.


América Latina ha padecido por muchas décadas de espacios democráticos ficticios, enfermos de privilegios y discriminación, amparados en alta presión tributaria, que contrasta con baja distribución del ingreso público, lo que es causa de desempleo, marginalidad y exclusión.


En la columna anterior ofrecí datos sobre estancamiento en el índice de pobreza moderada y crecimiento de la pobreza extrema en América Latina, en contraste con el alto crecimiento del PIB regional acumulado desde comienzos de siglo.


No hay que ser erudito para entender que la democracia, como se conoce en Europa, no sobreviviría en América Latina con alto grado de exclusión social y bajos niveles de desarrollo humano, un cuadro socioeconómico que siempre desemboca en desestabilización política, represión ciudadana y recaída de los indicadores económicos.


El modelo de democracia política sustentado en el esquema económico neoliberal sucumbe en el continente con efecto de dominó, tan rápidamente que la crisis se expande por toda la región, incluidas las principales economías como Brasil, Colombia, Chile, Venezuela y Argentina.


América Latina, incluido el Caribe, compite con África como la zona más desigual del planeta, donde la riqueza generada es usufructuada por clases y castas sociales que representan el 10 de la población, en tanto que más de 230 millones de seres humanos malviven en la pobreza extrema.


Nunca debería hablarse de democracia, sin colocar en primer plano el fin de una justa redistribución del ingreso, que debe ser expresión genuina del crecimiento del PIB, a través de una fiscalidad integral en la que el peso de tributación recaiga sobre quienes obtengan mayor rentabilidad.

Desde 1990, excepto el 2002, la economía dominicana ha mantenido un crecimiento promedio del 5 % del PIB, sin ingresar en recesión, ni aun en 2008, cuando se produjo la crisis de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, año en el cual creció 3 %. El desarrollo social no ha marchado a la par con ese esa acumulación del PIB, que en 2004 era de US$19,000 millones, hoy supera los US$110 mil millones.


A pesar de ese crecimiento del PIB y de que la economía local es de las más resilientes del continente, sólo el 10 % de los hogares tiene sistema sanitario y todavía se habla de programa de “letrinización”.

El tipo de democracia actual no podría sobrevivir si se sostiene en un modelo económico inhumano, que promueve explotación, al que con sobrada razón, el papa Juan Pablo II tildó de “capitalismo salvaje”.