El Tao del Sexo (Ignacio Apolo y Laura Gutman, Premio Casa de las Américas, 2012) nos sorprende por su novedad, por su fuerza de lo escenográficamente inédita, por su impronta estética, que rompe esquemas de figuración y que revisa normas elementales tenidas en la academia como inviolables.
Francis Cruz (Eugenio) y Kenia Liranzo (Malena), una pareja teatral que se une por vez primera en escena, evidencian fidelidad al texto de Apolo y Gutman, autores del empeño dramático que se luce en la sala Ravelo, a pesar de haber tenido un solo un fin de semana y concluir el pasado domingo 8 de marzo, no casualmente Día Internacional de la Mujer, porque en su esencia, la trama recorre el mundo invisible y subjetivo de una mujer que se sabe ignorada por los mandatos de un patriarcado que no la enfoca como sujeto de atención por lo que sobrevienen la soledad y la búsqueda de compensaciones circunstanciales.
Cruz y Liranzo, que se pisan mutuamente en sus diálogos presentados circularmente cada vez con ritmos e intenciones distintas, siendo los mismos, para convencernos como público del ciclo de laberintos sin salida, ni luces.
Ambos violan los principios que aprendimos en la Escuela de Teatro y que mandan a nunca “pisar” los diálogos de los otros personajes, pero la forma en que lo hacen, las tonalidades que logran en cada vuelta son distintas, asertivas y ofrecidas como parte de espectáculo signado por su valor y su inteligente.
La clave de este éxito radica en la dirección de Manuel Chapuseaux novedosa, enérgica y matizada por una actitud de creación que le recuerde los proyectos del inicio, los de antaño, cuando no se era una ficha reconocida de la industria y su nombre tenía una ventaja: añadía atractivo comercial a cualquier presentación escénica, sin restar valor a sus montajes comerciales, que al final, son teatro dulcificado, pero teatro.