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Cuando me enfrenté a la página en blanco para escribir lo que sería “Confín del polvo”, no calculé que ese arrebato sobrepasaría los mil versos; y mientras escribía medité aquella sentencia de Poe referente a la extensión del poema, la cual afirma «que si en alguna época ciertos poemas muy largos fueron en verdad populares” (lo cual él dudaba) “es al menos claro que ningún poema largo volverá a ser popular de nuevo» (“El principio poético”, 1850). Sin embargo, en 1855, Walt Whitman hizo vibrar la poesía con “Canto a mí mismo”, construido en cincuenta y dos secciones y mil trescientos cuarenta y seis versos.
Por eso, dejé que “Confín del Polvo” me agrediera frente a la hoja en blanco y cuestionara lo que había sido mi vida. No traté de imitar la naturaleza, tan sólo dejé fluir —desde lo subjetivo— imágenes agolpadas, fragmentos de las desgracias y felicidades humanas, todo transportado para explicar y preguntar una verdad, mi verdad, ya que creía que esta debía ser la misión de toda poesía.
Tampoco quise en “Confín del Polvo” romper con nada ni construir nada. Simplemente expresé lo que fluyó desde mis evocaciones; y las palabras, esos azulejos que pueblan la recordación, se agolparon en tropel. Vallejo, en 1926, cuestionó la nueva poesía, acusándola de ser nueva por estar cargado su léxico de palabras nacientes como cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazz-band, etc.; producidas por la industria y la ciencia. Y explicó que «no importaba la correspondencia del léxico, sino la importancia de las palabras»(Revista Favorables, París Poema, 1926).
No cuestioné en “Confín del Polvo” las palabras, sino su importancia y, ya convertidas en texto, observé cómo se liberaba un reciclaje infinito de ecos y enfrentamientos entre lo que escribía y mi vida. Me percaté de que “Confín del Polvo” había tomado, como opus poeticum, la peculiaridad de una no-narración con versos que habían acortado distancias y extraían del lenguaje forma e historicidad. Así, continué escribiendo hasta alcanzar los dos mil versos, impregnados de una euforia ardiente. Cuando me detuve y repasé el texto no supe qué pensar: esas preguntas sobre pasado, presente y futuro, ¿merecían la pena?
Fue entonces que acudí a mi amigo, Diógenes Céspedes, para que leyera los versos agrupados sin nombre y estructurados bajo una euforia cuya subjetividad cuestionaba demasiado la vida. Diógenes recortó muchos versos que consideró tópicos repetidos, ripios; señalándome que lo mejor que me había sucedido era haber escrito ese poema, ya que “en él había un lenguaje que no celebraba nada, sino que transformaba”. A él le debo la publicación de “Confín del Polvo” en la colección “Cuadernos de Poética”, en 1994.
Fue allí, debo confesarlo, que la poesía nació en mí; y por eso cada mañana siento la necesidad de construirla como desahogo, como una ventana que abro para dejar escapar memorias, aspiraciones tardías, pesadillas y, sobre todo, para acusar a los pervertidores y acusarme de haber hecho tan poco.