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En 1929, V. N. Volóshinov, miembro destacado del Círculo de Mijaíl Bajtin, publicó “Marxismo y filosofía del lenguaje” (muchos lingüistas creen que el texto es de Bajtin), donde enuncia que “el escritor es alguien que es capaz de trabajar con la lengua situándose fuera de ella, alguien que posee el don del habla indirecta”; tal como en Quiroga, cuando asume el papel de Subercasaux en “El desierto”, dialogando con sus hijos:
“Chiquitos –les dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado–. Óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo… Voy a morir, chiquitos… Pero no se aflijan… Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados… Y se acordarán entonces de su piapiá… Comprendan bien, mis hijitos queridos…”
En la poética de Quiroga las palabras fluyen desde dentro de sí, tal como la afirmación de Aristóteles de que “los sonidos [palabras] emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma y las palabras escritas los símbolos de las palabras emitidas por la voz” (Libro IX de los Tópicos -Refutaciones sofísticas). Quiroga, que escribió también para niños, reconoce e introduce en “El desierto” los elementos de relación padre-hijo que rodean el bungalow de Subercasaux. Porque, ¿acaso no habita en la selva, junto a Subercasaux el propio relator, sus hijos y el recuerdo de la esposa muerta? (Hacía ocho años que Quiroga había perdido a su esposa por suicidio e imposibilidad de adaptarse a la selva).
Este miedo, Quiroga lo refleja así en Subercaseaux: “El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de una agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base.
Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo”. Y es, entonces, cuando sobreviene el miedo en Subercasaux: “Un día se me mata un chico —decíase—, Y por el resto de mis días pasaré preguntándome si tenía razón al educarlos así”.
Hasta en el saludo matinal de Subercasaux a sus hijitos, Quiroga compromete la aventura: “Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable formula de saludo matinal, de uno a otro cuarto:
“¡Buen día, piapiá! ¡Buen día, hijito querido. Buen día, piapiacito adorado”.
En una narración -sea novela o cuento-, las palabras siempre están conectadas al uno o al otro y ensartadas a un diálogo o un monólogo.
En “La náusea” (1938), Sartre pone en labios de Antoine Roquentin, el personaje principal de la novela: “He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias”.