El mar se traga los hombres, así los viejos marineros esbozan la tragedia de la criatura terrestre, el bípedo paso pedestre. El hundimiento. Joaquín Castillo, como le conocemos algunos, caminó junto al mar como quien inventa la orilla y va recogiendo el naufragio.
Es de gran alegría publicar hoy (Algo sobre el mar), de nuestro poeta (el no querría escuchar su nombre muchas veces), una de las sensibilidades más aguda que podamos encontrar en esta, ya dispuesta al todo por el todo, generación de voces. Su delirio es un agotamiento del alma y una caída que asciende fatal al descontento.
Joaquín ahoga en el mar el sentimiento del abandono hasta darle vida y forma de compañía, no lo acusa, lo padece, se hunde. Muere de compañía (soledad), la caída brama y ondula el humo, el gris y la embriaguez, el grito (¿Por qué las cosas no funcionan?). La ciudad, el nuevo símbolo, de espalda al mar, emerge distinta, lo urbano trasciende desde la podredumbre que el drenaje arrastra hacia el océano. Unos nuevos ojos describen su mundo nuevo.
Ya no más palabras y aquí el poeta, de Joaquín Castillo sabemos muy poco, nació en La Vega, un 10 de abril seguramente en los 80, es del signo Aries, ha trabajado en publicitarias y en medios de comunicación como corrector de estilo, ahora mismo Listín Diario. Por suerte es más lo que sabemos de su increíble y casi totalmente inédita poesía.
Joaquín Castillo
(Algo sobre el mar)
Mar muerto
Nadie puede imaginar las veces en que el mar y yo nos emborrachamos juntos, las veces en las que nos llevamos a las putitas flores del malecón, en las que él, no pudiendo más se cansaba de caminar y descansaba en mi cabeza, las veces que me envenenó de ternura.
Un tiempo después nos cansamos de andar juntos y el mar me abandonó por 2 siglos y 15 segundos exactamente. Después volvimos a encontrarnos, pero el reencuentro fue absortamente cuchillo. Empezamos de nuevo, pero se hizo abstemio el maldito, había traicionado a sus hermanos y hermanas del malecón, algunas finas lenguas dicen que hizo negocios sucios con lo gris y el camuflaje verde.
Y hubo humo por todo el sitio, humo en los sexos recién nacidos de las mujeres ciegas, humo en las vísceras de las cataratas que transitan las manos del tedio, humo en las venidas de y llegadas de algún macho cabrío hermafrodita, hubo bastante humo, tanto que el humo se confundía con los monumentos a los héroes de la República, con las sombras de los caballos que trajeron malas noticias en sus crines de azufre, humo con el ruido de los letreros que anunciaban la próxima muerte del legendario hombre mono moderno y monótono. El humo era lo todo y se metía en las palmas no tan reales que dan la espalda al más afortunado, pero también al más desdichado de los transeúntes elocuentes, que mueren con cada sílaba dicha bajo este ruido que aumenta a medida que todo se confunde con el humo, que se confunde con el humo, que se confunde con las cosas.
El mar me dejó a mi suerte de piedra que soy, me dejó hecho un zapato al que recurren los perros para fornicar. Me destinó vacío inconcluso, vaso roto al borde del arrepentimiento, el mar me dejó besando mi propia herida mientras alguien tocaba sobre el vientre del día un violoncelo sacado de las misma nalgas de Bach; el mar el mar, el mismísimo mar me miró, y a mí se me caían todas las consonantes de mis manos que no son flores ni sapos; las vocales agarraban con todas sus patas a un nombre tan oscuro que es mejor no pronunciar. El mar me dejó solo, se fue con otros extranjeros y asesinos y piratas y buscones que tenían oro para ofrecer a cuanto pez se cruzara en su camino. En su abandono empecé a tomarme en serio y vi que era bueno, de vez en cuando tener un cuerpo que ofrecer a los comensales de la verdad; me ofrecí en almacenes y en iglesias, en recitales, en mercados sucios y en oficinas de donde sale la muerte puntual y a todas horas. Anduve con tígueres bugarrones y espantapájaros de la música, con amantes fast-food, con pieles tímidamente crudas; fui crucé atravesé eyaculé cuerpos transparentes y hartos de rumor, ojos que reían dulcemente venenos, rincones que gritaban emocionados porque el futuro pasó sacando su lengua…
Todo esto pasó hasta que una tarde el mar, como quien viola a la menor de toda la dinastía del verbo, vino hasta aquí, borracho y suicídico otra vez, y se tiró al mar, y ahora flota como una gaviota a la que el sol, besa con los pies.