Hay cambios en la vida, yo no sé, diría el poeta peruano César Vallejo. En ese sentido, que un presidente que se vanagloria de su identificación con el pueblo haya sustituido a un gestor cultural por un aristócrata de la cultura (en el sentido de la actitud, no de la clase) ha sido algo que ha sorprendido a todo el mundo.
Siempre he creído que el mundo de la cultura no se limita a literatos, y mucho menos a algunos cuya trayectoria dista de la gestión cultural. No creo que Borges hubiera sido un buen ministro de cultura, quizás un buen embajador en Suiza, país al cual quería pertenecer, aunque la Argentina fuera su fuente de inspiración, la cantera de su fértil imaginación.
Si creo que Camila Henríquez Ureña, quien entendía y media el progreso cultural de una nación no por la preeminencia de un individuo, o grupo de individuos, sino por la horizontalidad del proceso, hubiera sido una extraordinaria ministra de cultura.
A la inversa de Pedro Vergés, quien ha pasado los últimos doce años de su vida como embajador en España, Berlín y ahora en Washington, como representante de la OEA, José Antonio intento hacer una gestión cultural que beneficiara al interior del país y entendió que los fondos destinados a la cultura debían apoyar las iniciativas populares, de ahí que impulsara el proyecto de los concursos a nivel nacional y premiara 365 iniciativas provinciales y municipales, cuya Feria se celebró recientemente en los salones de Bellas Artes.
Generoso, no se embarcó en una vendetta contra los amigos de Lantigua y los dejo en sus puestos de trabajo, entendiendo que cuatro años no son suficientes para familiarizarse con un sector y ser eficiente. Esa política demostró su efectividad en el manejo de la Feria del Libro, donde Valentín Amaro y Pedro Valdez, con sus equipos respectivos, logran cada año hacer de la Feria una fiesta, aunque las masas aun no entiendan que comprar un libro es una inversión que beneficia toda la familia y no se acaba de una vez como las cervezas.
A mi ver, cometió un par de errores, cuando en vez de mediar entre cantantes líricos y teatristas, convirtiéndose en abanderado de sus reivindicaciones frente al Estado, intentó eficientizar su labor sin asumir sus demandas.
Recordar que se habla por un sector, y no intervenir para favorecer al Estado, o gobierno (si el Estado es de todos y todas nada pierde ni gana), labor que algunos ministros entienden como su tarea en la vida, es una medida que nos protege del largo brazo de la memoria de los artistas, que tiende a ser implacable.
La canción lo espera. ¡Gracias!