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Juicio espectacular

Juicio espectacular

Pedro Pablo Yermenos Forastieri

Aquel caserón destartalado donde funcionaba el tribunal del pueblo parecía que iba a desplomarse. Era tan grande la cantidad de curiosos que se agolpaban en su interior y alrededores, que producía la sensación de que los habitantes abandonaron sus ocupaciones para acudir a presenciar el juicio que acaparó la atención de todos.

Uno de los momentos dramáticos fue cuando arribó la camioneta que trasladaba al preso desde la cárcel que ocupaba la parte trasera de la Fortaleza. Se trataba de un joven muy popular en la comunidad, descendiente de una familia decorosa. De vida disipada desde su primera juventud, que mantenía en zozobra a su abnegada madre quien, ante esta terrible situación, sufría lo indecible.

En aquellos tiempos, los excesos habituales con los que celebraban los adolescentes no superaban las clásicas borracheras de iniciación con las consiguientes resacas del día después e inhalaciones subrepticias de cigarrillos compartidos, evitando siempre ser descubiertos por unos padres severos.

Por eso, causó asombro que uno de los chicos más carismáticos de la comarca, estuviese involucrado en un proceso penal por consumo y tráfico de estupefacientes.

La escasa fuerza policial y la precaria autoridad del juez que presidía la audiencia, hacía difícil preservar el orden en esa especie de circo. La multitud gritaba improperios contra quien consideraba un verdugo ensañado contra el jovenzuelo por el cual demandaba piedad y aplicar un castigo benigno.

Era ostensible la diferencia en las aptitudes del ministerio público y del abogado defensor. Este último desbordaba sabiduría y encantaba al auditorio con una elocuencia que erizaba sin importar lo poco que sus oyentes entendían los términos afrancesados a los que recurría. De nada servían las admoniciones del magistrado en su esfuerzo por evitar los estruendosos aplausos que tributaban al letrado, los cuales, solo competían en magnitud con los abucheos proferidos al fiscal.

Fue un proceso largo y denso, aderezado por un calor infernal, nada mitigado por dos abaniquitos viejísimos que apenas movían la deshilachada toga del juez. Pero la pública barra colectiva del infractor no desmayaba. De forma estoica se mantuvo hasta dictarse la sentencia que encendió las calderas del infierno.

Cuando conducían su héroe de regreso al penal, se atrincheraron en el vehículo al que pusieron con las cuatro gomas para arriba. Arrebataron al esposado a la endeble custodia y emprendieron rumbo desconocido. Años después, deambulaba envuelto en harapos y con figura cadavérica por las malolientes calles de Nueva York.

Por: Pedro P. Yermenos Forastieri

pedro.yermenos@tse.do

El Nacional

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