Cuando un poeta pinta, el universo entero se detiene. Se disuelve. Se desatan las más recónditas pasiones y, por un instante, toda la miseria humana se aniquila. Entonces, los fenómenos lanzan sus redes y atrapan los cuerpos en su horizontal llanura. Es la hora del parto, del voltaje luminoso y clarividente donde las entidades se animalizan y adquieren sagradas y misteriosas formas.
Todos los espacios se pueblan de colores. Cada punto es una fuga, un gesto, un ombligo, un pezón adormecido. Los azules son el mar o un gran lienzo que se mueve, y su espuma es la cabellera de mi amante estremecida. En cada mancha hay un orgasmo dilatado. La humanidad completa parece haberse llenado de proyectos, de paisajes, de sonidos, de perfumes y de climas.
Una nueva promesa de eternidad nos contagia a todos, y los exabruptos se convierten en privilegios, en delicias de la vista, en metafísicas velocidades, en motores cósmicos, en nutrientes resultados. Tal es el caso de la pintura de Pedro José Gris.
Una noche de septiembre, bajo el murmullo piadoso de unos seres que deambulaban sin rumbo fijo por unos correderos, conocí, por vez primera, la fascinante obra visual de Pedro José Gris.
A partir de ese momento no tuve un minuto de sosiego. No solamente estaba deslumbrado por la riqueza de su factura plástica, la cual presentaba una ingenuidad maestra que se fertiliza en sus múltiples formatos: retratos, autorretratos y collage, sino que había algo más que me inquietaba y yo me negaba a aceptar. Me atribulaba una especie de pulsión, de sensación delirante que solo acontece con la droga o con la virtualidad. Estaba en el perturbador terreno de la seducción.
Quedé tan chocado, tan provocado, tan desacatado… que sin que nadie lo notara comencé a entrar en un estado de trance, de vértigo, de narcosis… y emprendí la huida llevándome conmigo una de las mujeres que yacía desnuda, y con los brazos abiertos en forma de cruz, tirada en uno de sus cuadros. Juro que la noche fue exquisita y los labios inferiores de la mujer del cuadro también lo son.
El arte es vida, aproximación inexplicable, búsqueda del otro, paradoja, contradicción, irrealidad, crimen, ritualidad, apariencia, juego. Sobre todo mucho juego.
La fuerza en la obra de Pedro José Gris radica en la acumulación artística anterior a él mismo y a su propia obra, basada en el no estacionamiento en ningún canon o ismo y en una dinámica respiratoria hacia lo erótico. Tratar de ubicar esta obra en una tendencia o escuela artística sería un ejercicio inútil, narcisista, otro vano intento de frustrados aritméticos. Su no referencialidad, su no ubicación, debemos buscarla más allá de la modernidad antigua, pues por estar construida bajo los efectos de la pulsión y el constante afán de otredad hace que no haya donde etiquetarla o engancharla. Su preeminencia o velocidad erótica la convierten, aún más, en resbaladiza y única.
Otro de los poderes, de los misterios, de las capacidades, que abriga esta obra es su facultad de disolución, de movilidad paradójica. Puede ser ejecutada, y salir ilesa, junto al primer artista de las cavernas o, de igual forma, a dos manos con el maestro Antonio Guadalupe.