Hay una palabra en sánscrito —Sivamaatha, Saimaatha, Maatha— que es de donde se desprende ese maravilloso vocablo que conocemos como madre y que ha sido el vínculo significante para atar al ser humano a la familia, a la sociedad y al tejido de la historia.
Ese vocablo sánscrito le fue otorgado a la Suprema Shakti, la diosa que era considerada la madre del mundo para los vedas.
Muchos filólogos, tal vez tratando de ignorar la raíz común del sánscrito para la mayoría de los lenguajes occidentales, han denominado ese idioma como el proto-indoeuropeo, cuyo origen lo registran con más de 6 mil años de antigüedad.
Sin embargo, por más vueltas que he dado alrededor y dentro de esa espesa maraña de jergas y dialectos escritos y hablados por las tribus y reinos que poblaron las tierras de la Anatolia y las orillas de los ríos Tigris y Éufrates, siempre arribo a la misma salida: el sánscrito —u otra lengua védica— fue el origen de los significados y significantes de donde emergieron casi todas las lenguas aposentadas desde los Himalayas hasta el Atlántico y que, por debilitamientos de las civilizaciones que las sostuvieron, se dividieron en indo-europeas y nilo-saharianas, teniendo como enclave —para su decadencia o fortalecimiento— el Asia Menor, en el cual los hititas, sirios, hurritas y sumerios las tomaron para sí, absorbiéndolas, y las transformaron.
Como la lengua hablada es un organismo vivo, que fluye y confluye, que pierde y gana palabras, aquel vocablo sánscrito —Sivamaatha, Saimaatha Maatha— se convirtió, por influencia del indo-ario, en la palabra amor para los etruscos y luego, cuando esta civilización fue absorbida por los latinos, tuvo una variante a Mater o Matris, transformándose para las lenguas nilo-saharianas en la voz ama, que los beréberes, durante las guerras púnicas —doscientos años antes de Cristo— llevaron hasta la Montaña Navarra, cuando veinte mil de sus hombres desertaron del ejército de Aníbal antes de cruzar los pirineos, por miedo a enfrentarse a las legiones romanas, refugiándose en lo que es hoy el país de los vascos.
Así, como quiera que se mueva la coctelera de la evolución de las lenguas, la palabra madre está conectada a la lalación, a ese sonido de necesidad, de apego, de búsqueda de calor de los niños cuando desean chupar la teta vital, o cuando necesitan la protección de ese ser que los abriga y que ellos, al no poder expresarlo de otro modo, lo hacen con esos mmmmm que articulan como si buscaran un norte, una luz de resguardo… o un cariñoso amparo.
Cuando el alemán dice mutter sabe que está llamando o refiriéndose al ser que lo trajo al mundo. Y cuando expresa mutterland sabe que está invocando a la madre patria, al igual que lo hacemos nosotros cuando pensamos en este país que nos duele en lo más profundo del alma, tal como hacían los vedas al implorar a su diosa Shakti, y los sumerios, y los egipcios cuando crearon la frase nunca olvides lo que tu madre ha hecho por ti; y los griegos y los romanos cuando personificaron en las diosas Rhea —la madre de Júpiter, Neptuno y Plutón— y Cybeles, porque al hacerlo, no sólo invocaban el amparo de lo desconocido, sino que se vinculaban al milagro encarnado en el sagrado útero materno, en esa maravillosa matriz desde donde han brotado todas las prodigiosas aventuras del ser humano.
Lo es saber si el hombre ha conocido la importancia de la maternidad.