Me fascinó la película María de Netflix, dirigida por el cineasta chileno Pablo Larraín, discurso fílmico que trata sobre las últimas semanas de la vida de la extraordinaria soprano María Callas. Con la actuación de la sin par Angelina Jolie, el filme nos convierte en espectadores de la crisis existencial de la ninfa del canto de origen griego.
Quien hace un biopic se expone a grandes retos, pues llevar la vida de alguien al cine genera rechazo. Lo revelado en cada cuadro puede convertirse en un «Damnatio memoriae», o castigo romano, en el cual a la persona la condenen a la «supresión» de sus rastros. Mucha gente reconoce a las celebridades como el «demiurgo de la luz», y en ese instante comienza el vía crucis de una cinta. Abordar la vida de notoriedades hiere susceptibilidades.
A Larraín le sigo desde su film Tony Manero del año 2008, relato ficticio que me convirtió en uno de sus «incondicionales fans». Su obsesión por las biografías en el séptimo arte ha quedado evidenciada en los celuloides Jackie (Jacqueline Onassis), Spencer (Lady Di) y ahora con María.
La adición de Callas a la droga Mandrax la llevó a la alucinación total (veía periodistas que la entrevistaban); su mondregote personalidad (propia de los artistas), y la pérdida de su voz, crearon el «desequilibrio perfecto» en su fantástica vida, yesca incendiaria que condujo a la extraordinaria y reverenciada cantante de ópera al ocaso de su majestuosa carrera artística.
En María, el mayordomo y la cocinera le dan el toque antropogénico al argumento cinematográfico. Las escenas en blanco y negro de su romance con el excéntrico magnate Aristóteles Onassis —por momentos parecen jurarse «fidelidad y vasallaje» eterno—, nos hacen creer que su idilio imitará el de los Amantes de Valdaro.