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Cuando Ramón Oviedo ilustró la portada de mi novela El personero en 1999, le pedí que reprodujera el rostro de Trujillo frente a Alberto Monegal, el protagonista de la ficción. Asombrosamente, en treinta minutos y sin apelar a referencias, Oviedo ejecutó la fachada.
Al preguntarle cómo había podido dibujar al dictador tan ajustado a la realidad y en tan poco tiempo, me explicó que el rostro de Trujillo lo había memorizado durante los trabajos de pinturas murales que realizó -junto a pintores españoles- en los pabellones de la Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre, entre 1954 y 1955. Sin equivocarme, podría afirmar que fue durante esos meses que Oviedo percibió el goce que produce en el muralista desafiar y abordar la amplitud de los formatos; una libertad expresiva incapaz de captar en la pintura de caballete, eso que Giotto di Bondone descubrió al vulnerar el fondo plano con paisajes para introducir los personajes del mundo real en su obra.
Ese periodo de múltiples producciones murales vivido por Oviedo, posiblemente le produjo un gran aprendizaje, sobre todo cuando dirigió sus pasos hacia la profesionalización de una carrera pictórica, siempre manteniendo presente su visión de futuro y la influencia de sus ancestros sureños.
Creo, sinceramente, que con la aseveración del pariente de Oviedo sobre el influjo del Sur en los valores que incidieron en su formación, entraríamos en la afirmación de la teoría de Francis Galton (1822-1911), quien sostuvo que «la inteligencia y la mayoría de las demás características físicas y mentales de los humanos eran hereditarias y tenían una base biológica»; justificándola a través de las estadísticas (Galton, F.: Hereditary Genius, 1869). Galton, primo cercano de Charles Darwin, no estaba de acuerdo con la teoría de su pariente sobre «la transmisión de unidades de herencia entre padres e hijos, sosteniendo que «las semejanzas generales en las cualidades mentales entre los padres e hijos, tanto en el hombre como en las bestias, es lo más cercano posible al parecido entre sus rasgos físicos». Sostuvo, además, «que los hermanos y hermanas tenían estirpes idénticas, y que las diferencias entre ellos se debían a la variabilidad del desarrollo». Coincidiendo con las teorías genéticas de Darwin y Galton, el monje austríaco Gregor Mendel describió, en 1865, las leyes básicas de la herencia a través de cruzamientos entre plantas de guisantes, en la abadía Santo Tomás de Brünn, en Moravia.
Luego de la revolución de abril, la Publicitaria Excelsior pasó a otras manos y entré a laborar como vicepresidente ejecutivo de Fénix, cuyo propietario, Brinio Rafael Díaz, había seguido mis trabajos y me ofreció trabajar junto a él en octubre de 1965.
Tras laborar varios meses en Fénix, convencí a Oviedo de que entrara a dirigir su departamento de arte; y aunque me había manifestado que pensaba abandonar la actividad publicitaria para dedicarse por completo a la plástica, le expliqué que lo hiciera cuando su producción estuviese definida por un estilo propio.