Reportajes

Por la forja de una persona autodidacta

Por la forja de una persona autodidacta

La educación inicial constituye la base de todo el sistema educativo formal. No sólo porque a partir de ella se levanta toda la estructura formativa. Es la base, además, porque de cuanto se logre durante ese período dependerá la calidad del sistema. En esa etapa se inclina al estudiante en agraz, hacia la disciplina, la concepción del ser social, el respeto mutuo y el afán por saber. Se constituyen los cimientos del esperado estudiante.

Y quien no sea moldeado entonces, tal vez, no se reputará como buen estudiante en el mañana.
Esta fase y los tres primeros años de la educación básica son esenciales al fraguar al aprendiente. Por supuesto, en parte de este período la enseñanza es más bien laxa. Está sujeta a programas abiertos e imprecisos.

En buena medida, ello se debe al hecho de que en algunos casos, la estructura se confunde con la guardería.
El sistema público comenzó a establecer la educación inicial a principios del decenio 1990. Recuerdo conversaciones sostenidas con docentes del Liceo República Dominicana sobre el particular.

Corría el año 1991 cuando supe de ese interés. Mi preocupación radicó por entonces en las limitaciones de aulas. Los Profesores interesados parecían tener resuelto el problema de esta carencia.

Pero, ¿cuál sería el efecto demostración? ¿Cómo repercutiría la apertura de aulas de educación inicial sobre el sistema público? Si bien el Gobierno Dominicano mantenía políticas públicas de inversión en estructuras escolares, nunca se enfocó entonces en la ampliación de las edificaciones existentes.

Restar aulas a las tandas matutinas de las atestadas escuelas presentaba un dilema irresoluble por entonces.

Prevalecía en mi ánimo, por entonces, una razón de peso. El ambiente del aula en la educación inicial difiere del aula del resto del sistema.

Las de la educación inicial deben ser aulas apropiadas a una formación de lúdicos procedimientos. Paredes matizadas por atractivas figuras del ideario infantil. Armarios atestados de figuras aprovechables en la inducción temprana de conocimientos. Un mobiliario especial, destinado a promover la sociabilidad por el trabajo en común.

En pocas palabras, el aula de la educación inicial es totalmente distinta a la del resto de la escolaridad básica.

Aquello era demasiado para las posibilidades y presupuestos de la época.
La escuela privada se preparó mucho antes para ello.

El “kindergarden” había llegado con las Órdenes Religiosas a las cuales Rafael L. Trujillo construyó colegios. Las hermanas Teresianas Descalzas de San José tenían esas aulas tanto en Compostela de Azua como en La Romana desde principios del decenio de 1950. Las Apostolinas las tenían en Dajabón y en la capital.

Pero estas monjas dedicaban tiempo no únicamente a la enseñanza por el juego. Más directamente, procuraban inducir al conocimiento de las vocales en forma directa. Para su lectura y para su escritura.
Desde fines del decenio de 1940 se usaban textos editados por Seix y Barral.

Diez años más tarde, la escuela dominicana recibía, casi con alborozo, los textos de la Maestra mocana, doña Aurora Tavárez Belliard.

Desde la entonces Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos se alentó la creación de una “textología” nacional, como se llamó entonces al empeño. Desde 1952 se llamó a educadores dominicanos potencialmente inclinados a escribir libros destinados a la enseñanza. Doña Aurora, en buena medida, fue pionera.

Durante varios años el producto de la labor educativa de aquellos años se juzgó excelente. A tal extremo, que un Bachiller de la época se juzgó, a nivel popular, con calidad parangonable o superior a un Profesional de años posteriores.

Hacia el tercer año de la educación básica, la mayor parte del discente leía con fluidez. Era capaz, además, de interpretar textos cuya lectura se le encomendase en una clase.

¿Gracias a qué sortilegio se lograba ese milagro? En realidad, ese estudiante no surgía desde el sombrero de un prestidigitador. Resultaba del empeño de una labor sistemática, de parte del docente.

Esa tarea no se limitaba a recibir al educando en el aula. Se cumplía cuando el fruto de la relación culminaba con el aprendizaje concebible para la edad y el ciclo. Al egreso del primer año de la educación básica, el discente mostraba con orgullo un certificado de “ya se leer”.

En ese “ya se leer” se hallaba la semilla del autodidacta. Porque en los años siguientes ese muchacho consolidaría sus competencias de lectura y escritura.

Ese dominio se convertiría en su impulsor de una insaciable necesidad de conocimientos.
Por supuesto, no todo cursante de esa escuela, quedaría sujeto de esa necesidad. Ayer, tal cual se contempla hoy, la sociedad es muestrario de voluntades y deseos disímiles. Se producían deserciones determinadas por desgano, incapacidad o incompetencia.

No poca influencia ejerce también un intangible emocional cual es el costo de oportunidades.
Sobre todo entre progenitores carentes de fe en la educación, se abre una interrogante. ¿Vale la pena poner a este muchacho a estudiar? ¿Acaso no es preferible que tome un machete entre sus manos para sembrar y cosechar?

El número de los egresados de la “secundaria”, es decir, la escuela del nivel medio, es muy bajo respecto de los ingresantes del nivel básico.

Pero el egresado del Bachillerato de días pretéritos exhibía calidad.

El secreto se encuentra en los años de inicio. Una adecuada formación inicial hace proclive al educando a sostener la necesidad de lograr más conocimientos. Y al logro de ese objetivo tiene que llegarse en la escuela de una añorada nueva época. Como la prometida y todavía no delineada dentro del 4%.

El Nacional

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