El investigador literario Miguel Collado propone al intelectual José Rafael Lantigua como el candidato a recibir póstumamente el Premio Nacional de Literatura en su edición de 2026. Es encomiable la intención de nuestro amigo y destacado ensayista bibliográfico, pero la objetamos.
No estoy de acuerdo, por muy buena que aparente ser la sana intención del proponente. Internacionalmente, desde el Premio Nobel de Literatura hasta los premios nacionales en los diversos países, se ha establecido entregar esos galardones a los escritores en vida.
No tiene sentido, si no se les premió en su existencia —probablemente con tiempo de haberlo hecho— reconocer a nadie cuando ha descendido a la tumba.
A escritores e intelectuales como Lantigua y muchos otros que debieron haber sido premiados cuando estaban entre nosotros, basta con honrar cada día su memoria, cada vez que sea necesario recordar lo que hicieron, lo que escribieron, lo que criticaron como pensadores literarios.
Se pueden montar actos que los recuerden, pero dejar la posibilidad de adjudicación del Premio Nacional de Literatura para escritores y escritoras en ejercicio, en plena función creativa.
La lista de los escritores dominicanos que merecerían el Premio Nacional de Literatura es larga y valiosa: Alexis Gómez Rosa, Norberto James Rowling, René Rodríguez Soriano.
Dejemos que los muertos descansen en paz. Entregar un premio a sus deudores no tiene el mismo sentido y significaría una transgresión de lo que es ya una práctica establecida.
José Rafael Lantigua merecería ese premio y muchos otros reconocimientos. Pero se ha ido físicamente. Nunca, ni él ni los otros fallecidos.
Los galardones se conciben para reconocer en vida el trabajo de alguien, motivar su trayectoria y permitir que la persona disfrute de la distinción y continúe aportando.
Si el receptor ya ha fallecido, no podrá beneficiarse directamente ni usar la visibilidad del premio para impulsar más proyectos.
El impacto de un premio es generar conversación pública, entrevistas, encuentros, y eso se pierde cuando el homenajeado no está presente.
La dinámica cambia: deja de ser un estímulo a la creación y pasa a ser un acto de memoria.
Además otorgar premios póstumos podría restar oportunidades a creadores vivos que también merecen reconocimiento y que sí podrían aprovecharlo para su desarrollo profesional.
Para honrar a quienes ya fallecieron, es más habitual crear homenajes, menciones honoríficas, distinciones con su nombre o retrospectivas de su obra, en vez de adjudicarles premios competitivos vigentes.
La lógica de la mayoría de los premios busca reconocer y potenciar una carrera en curso, algo imposible si la persona ya no está viva.
No se trata de rechazar o desestimular el buen deseo de nuestro colega Miguel Collado. Es apelar a la lógica.