En septiembre del 2010, Freddy Ortiz me envió una misiva donde externaba su preocupación por la pronunciación de muchos locutores de radio y televisión, que convertían palabras graves en esdrújulas, agudas en graves y viceversa.
Freddy expuso «que hasta connotados políticos acentuaban mal los vocablos al pronunciarlos, exhibiendo un total desconocimiento de la prosodia», la rama de la lingüística que analiza y representa la expresión oral. En su misiva, Ortiz también manifiesta una alta preocupación «por el exceso de palabras ofensivas que escucha a diario en la televisión, radio y redes sociales».
Al contestar la misiva, le expresé a mi amigo que nuestro problema con la pronunciación y escritura del castellano es un fenómeno que involuciona vertiginosamente debido a contrariedades atávicas, antropológicas e influenciadas por las inmigraciones y movimientos poblacionales internos, acaecidos en los últimos cien años.
Todo conectado a una pobre política escolar carente de profesores y tutores eficientes. Además, le escribí que es preciso añadir el «bullyng» o acoso de los grupos barriales, que ridiculizan a todo aquel que intenta pronunciar correctamente los fonemas, junto a la transculturación que importamos desde EEUU mediante los dominicanos residentes allí.
Le recordé a Freddy Ortiz que también la publicidad incide con los anuncios difundidos por la televisión y las emisoras radiales, los cuales inundan los espacios audiovisuales veinticuatros horas al día llenos de estribillos escatológicos, verbos mal conjugados y penosas confusiones de los imperativos e infinitivos.
Y ese viaje hacia atrás, esa acelerada regresión en la correcta escritura y pronunciación del castellano, puede desembocar en una tragedia lingüística donde la tipificación de nuestra cultura, la cual motivó primero a Núñez de Cáceres y luego a Duarte a identificarnos como nación y, sobre todo, como una singularidad capaz de producir sentimientos y pasiones a través de una lengua que, por morfogénesis, hemos adoptado y que tenemos la sagrada obligación de ir adaptándola a nuestras vivencias, sin violentar sus reglas, puede perderse.
Le comuniqué a Freddy que lo que he escuchado desde los altoparlantes sociales no es sólo a él a quien da escalofríos, intranquilidad y una desazón que vulnera la visión de nuestro futuro, sino a todos los que nos duele aquel afán de nuestros ancestros por guarecer en la lengua los tesoros culturales heredados.
Le dije, preocupado, que este castellano que hablamos actualmente en las esquinas de nuestras ciudades y campos, es la lengua que, al final, presionará y vulnerará a la otra lengua, a la que se escribe, y es la que recogerá nuestro discurso y lo asentará en la historia.
Mientras tanto, le expuse a Freddy, que es tarea fundamental del gobierno ordenar al Ministerio de Educación la creación de estrategias que instruyan a los protagonistas del sistema educativo público y privado, cumplir con su rol protagónico en la escritura y pronunciación correcta de esa unidad lingüística que conocemos como palabra, sin la cual -como escribió John L. Austin en 1955- «es imposible hacer las cosas».