La política vernácula en estos momentos se ha tornado en alocada carrera de mentiras reiteradas por políticos sin escrúpulos al fragor de la campaña proselitista de unos, por mantenerse en el poder y otros, por conquistar el control del estado.
La falta de coherencia en discursos está presente día a día. Lo que antes era malo, ahora es bueno y viceversa, lo mismo que lo que podría indigestar la convivencia democrática ayer, hoy se sirve como plato principal sin el mínimo de rubor y sin importar negatividades ya vividas.
Las comparaciones siempre son odiosas aunque sirven de ilustración palmaria para asuntos trascendentes, específicamente cuando se trata de valores y principios soportes del ordenamiento constitucional como especie de zapata moral de la actividad política.
Tener la cachaza de afirmar que el actual es el gobierno “más honesto de la historia” es monumental falta de respeto que no solo ofende la memoria y reciedumbre moral de Juan Bosch, sino que coloca a Juan Pablo Duarte como niño de amamantar frente a nuevos “paladines de la ética”.
Los titulares de prensa que reflejan la “opinión publicada”, leídos entre líneas y tras responder quién dice qué por cuál medio y con qué propósito, son indicativos de burdas manipulaciones alimentadas por mentiras políticas que riñen con elementales principios éticos.
Cifras del estudio reciente de Participación Ciudadana sobre inversión o gasto gubernamental en publicidad, que coincide con la campaña electoral, son para alarmarse por el uso sin escrúpulos de recursos públicos en confusa relación gobierno-partido, que promedia 10 millones de pesos cada día.
A 95 días de votaciones generales, se siente con fuerza la desesperación y/o fortaleza gubernamental en promoción de la continuidad, uso avasallante de recursos públicos, sobre todo en medios de comunicación, e ignorancia del discernimiento del público ante mentiras con disfraz de verdad.