El marinero cuya intuición o cuyos estudios lo condujeron a un Nuevo Mundo sufría jettatura. Sin duda debido a ello el rey Fernando el Católico se burló de las Capitulaciones de Santa Fe, suscritas por el soberano y su consorte la Reina Isabel de una parte y del otro, el marinero proponente de una excursión escasamente creíble.
Esa mala suerte la legó don Cristóbal Colón como heredad a sus descendientes al fallecer en Valladolid 20 de mayo de 1506. En testamento dejado con testificación de confesor, pidió ser inhumado en Santo Domingo.
Sus restos mortales, empero, fueron sepultados en Valladolid. Siete años después fueron exhumados para llevarlos al monasterio de cartujos, en Sevilla. En este otro lugar permanecieron hasta su traslado a la isla Española en 1536. Aunque también se afirmó que ese traslado se llevó a cabo en 1540.
El año 36 estuvo siempre bajo el inquisitivo cuestionamiento de los historiadores. Soy de cuantos se inclinan por el primero de esos dos años posibles.
En 1536, la Iglesia Catedral de Santo Domingo no estaba terminada. Al haberse recibido en este año los restos se colocaron en lugar provisional. Mi deducción es que ello ocurrió, sin duda.
De haberse producido el traslado en 1540, los restos habrían sido ubicados en lugar de preferencia. Y, sin duda, se habrían identificado con una lápida, quizá muy vistosa.
Cuando España cede a Francia, en 1795, la porción levantina de la isla de Santo Domingo, son sacados familias y archivos oficiales. Un oficial de marinería, el teniente general Gabriel Aristizábal, se inclina por el traslado de los restos del conquistador.
La disputa por el lugar donde reposa Colón lleva dos siglos.
Pero, ¿dónde localizarlos? En la Catedral no existía una lápida identificatoria. Sacan pues, un Colón, pero el buscado permanece como estaba, perdido.
Es con las remodelaciones de la Catedral en 1877, cuando se rompe la pared de un túmulo junto a la antigua tumba ocupada por restos de un nieto del descubridor, Luis Colón. Los golpes de las mandarrias se abren hacia un área ahuecada. Los obreros miran por el hueco y observan una especie de baúl o cofre.
Avisan al padre Francisco Javier Billini, quien supervisa las obras. A su vez éste llama a sus superiores eclesiásticos y al sacristán Jesús María Troncoso.
Son citados además, funcionarios del gobierno, pues alguien recuerda que desde la época finisecular anterior se puso en duda la exhumación de los restos de Colón.
Con autoridades eclesiásticas y civiles reunidas, se procede a tumbar el túmulo.
Y efectivamente, se topan con esta urna funeraria sobre cuya tapa reposa una plaquita de plata en la cual se lee, en castellano antiguo, “Cristoval Colon”.
Con emoción contenida, el grupo levanta murmullos. ¡Cuántas veces a través de tres siglos se procuró averiguar dónde se encontraban estos restos que ahora el acaso entrega a los dominicanos decimonónicos!
No aparecen sino unos pocos huesos descritos con dolor por don Emiliano Tejera. El resto de cuanto aparece evoca la creación: polvo eres y en polvo de convertirás. A él, a don Emiliano, tocará describir el proceso de los trabajos conducentes al hallazgo.
No porque nadie lo requiera, sino porque se lo impone el deber de darle sustento documental al trascendente suceso.
Es 10 de septiembre de 1874. Por encima de la nunca creída afirmación del traslado de los restos del descubridor, en 1795, se han encontrado este día, los restos del Almirante. Y de todo ello se levantó un acta.